Frente al decidido empuje de los estudiantes, acompañados por la sociedad que los respalda y apoyados por una plural dirección política, una de las estratagemas del imperio militar que hoy sofoca a Venezuela es la de imputar de anárquica la protesta civil que hay en las calles para justificar así las brutalidades del fingido estado de derecho. Y para ello recurre el gobierno al gastado libreto de la culpabilización del enemigo y a la victimización propia con el objetivo de manipular a la opinión pública nacional y extranjera. “Están paralizando al país con sus marchas en conjura con el imperio y sus títeres internacionales”, repiten hasta la saciedad como si no se lo creyeran ni ellos mismos o por consejos goebbelsianos de ultratumba que usan orondos sus asesores castristas.
Bajo ese manto de caga lástimas tiran a la calle a cuanto bicho de uña armado poseen en nómina y cuya taxidermia daría para un buen rato. Comenzando por los militares con cesta tickets, pasando por encapuchados, paramilitares, infiltrados, tupamaros, hampones y demás alimañas, que cobran aparte pero que aspiran también a los beneficios sociales como corresponde a cualquier empleado de la administración pública, que así también se creen ¡Faltaba más!
Entonces, a punta de esa pandilla es que asesinan, violan, allanan, torturan, gasean, vejan, secuestran, con el artero complot de sus “comunicadores sociales”, repetidores de mentiras o de equilibristas ni-ni basados en la dizque “neutralidad de la información” que ni la vergüenza alcanza para no taparse la nariz. Todo este Frankenstein va recargado de infinitas consignas cuarteleras, chancletas boquiabiertas, que van desde “regresen a sus hogares que sus padres los esperan”, hasta la menos gentil que debiera entenderse como ”si no regresan a sus casas los desaparecemos” Podrían completar sus consejas, y para que no quede la menor duda de su calaña, regalándonos “en cadena” un escalofriante documental sobre la caída de Allende y el ascenso de Pinochet al poder o también, por qué no, sobre el exterminio del pueblo judío, con lo cual se confesaría finalmente el macabro talante de este prójimo.
Para colmo, envueltos en ese velo de beatitud, reciben de sus compinches internacionales vítores y aplausos, mientras que silenciosos unos o cabrones otros, presuntamente democráticos todos, hacen exquisitos y burocráticos llamados al fin de la violencia sin nombre ni apellido, huérfana de responsables, como si no se tratara más bien y por todo el cañón de la denuncia de la violación de los derechos humanos de civiles desarmados frente al aparato represivo del todopoderoso Estado petrolero venezolano.
Aquí la crisis se enseñó al mayor y detal, desde la legitimidad de origen, pasando por la del ejercicio, hasta llegar a la de propósito, que sería, ésta última, la que tiene que ver con el valor que se debe dar al ciudadano, al respeto a la vida, a la protección de toda la nación y no exclusivamente a la camarilla que son y a los viandantes, pensionistas y becarios que los adulan y enternecen.
La conclusión es que el gobierno se acabó aunque siga mandando; es historia, a pesar de que continúe apareciendo en los periódicos. Ya no es sino molusco en botella de formol. Entró en barrena, ya no tiene retroceso ni transición ni nada que decir, hacer, reconstruir o rasgarse las vestiduras u otras traperías. Lo que queda para nosotros los demócratas es que cada quien asuma su responsabilidad frente a lo que ya parece inexorable: que los que gobiernan se tienen que ir, sin chance de impunidad, sin transacción alguna. No podemos convertir en omisión tanta aberración de estos magnates del oprobio. Más bien, otorguémosles sus nombres a lo indeseable para que no dejemos así de vomitar nuestra vergüenza. Olvido nunca, perdón jamás.
Leandro Area / @leandroarea