En el patio de una casa desvencijada de la esquina de Bemonlt North & West hay una tienda de campaña tendida sobre la tierra. Por las tardes es el palacio de los niños de Trinidad que juegan a ser caballeros, pero por la noche es el lugar donde Ricardo lanza su cuerpo cansado de cargar adoquines y lavar platos, lo normal en un día de doble jornada laboral desde que empezó su historia como inmigrante venezolano ilegal en Trinidad y Tobago. Uno más. Solo por las noches puede verse luz desde dentro de la tienda, que es cuando Ricardo enciende su teléfono para llamar a su familia y contarles una versión amable de su vida en Puerto España; o cuando empieza a sacar las cuentas de cuántas horas más de trabajo debe completar para pagar las deudas que dejó en Venezuela y que le llevaron a emigrar. Publicado por Indira Guerrero en El Confidencial.
«Yo estaba bien, tenía mi carro, tenía mis comodidades, tenía mi tarjetas de crédito«, relata Ricardo. «Ganaba más de cuatro salarios mínimos, me daba los lujos que uno se puede dar allá. Pero con la crisis, mi sueldo era menos de un salario. Esa crisis me llenó de deudas, comprar comida se me hacía difícil, cuando vine a ver no tenía con que pagar nada y me toco salir de mi país», explica.
Historias como la suya empiezan a ser cada vez más frecuentes en los suburbios de Trinidad, donde en el último año la presencia de venezolanos trabajando como obreros, agricultores y empleados de limpieza aumenta al ritmo de la crisis en el país vecino. Desde hace algún tiempo, especialmente el último año, se puede caminar por las calles de una Trinidad angloparlante y escuchar constantemente voces en español. Por lo general se trata de venezolanos o cubanos, las dos principales comunidades inmigrantes de esta diminuta nación. «La mayoría son inmigrantes de bajos recursos económicos que no encuentran una oportunidad en su país”, explica Rochelle Nakhid, la coordinadora de la asociación trinitense Living Water Comunity (LWC), que se ocupa del tema de los migrantes y refugiados auspiciada por la ONU.
Las dos islas de Trinidad y Tobago se ubican dentro de la plataforma continental de Venezuela, a apenas cien kilómetros de distancia del continente. Una cercanía que ha abierto el camino para los viajes de bajo coste, el tráfico de armas y drogas, y el contrabando de alimentos y combustible. Y también, cada vez más, para la inmigración, convirtiéndose en el destino de los venezolanos de menos recursos, aquellos que por lo general provienen de barriadas populares o de las provincias rurales. Muchos, que no pueden emprender su viaje en avión, lo hacen en el “Víctor Mata” o en el “Ángel del Orinoco”, dos pequeñas embarcaciones con capacidad para 12 y 16 personas que viajan dos veces por semana a través del río Orinoco y en mar abierto, cargados de quienes abandonan el país y la crisis cargados con sus mochilas. También en pequeños botes de madera que entran ilegalmente por la costa este de Trinidad donde, pese a los esfuerzos de la guardia costera, hay menos o ninguna vigilancia.
Algunos catedráticos venezolanos han estimado que, en la última década, desde que el chavismo gobierna la nación, la migración hacia otros países huyendo de la situación económica del coloso petrolífero de Sudamérica está por encima de los dos millones de personas. Sin embargo no hay números oficiales que corroboren estos datos. La cantidad de aquellos que han viajado a Trinidad y Tobago en los últimos años es todavía más incierta. “Nadie tiene este número”, opina Nakhid. Ni la embajada trinitaria en Caracas ni la de Venezuela en Puerto Príncipe respondieron a los intentos de contactarles por parte de El Confidencial.
«Te la ves fea cuando el hambre toca a tu puerta»
Una fuente del Gobierno de Trinidad indica que durante el último año unos 25.000 venezolanos entraron legalmente al país con visados de turista. Esta cifra es la mitad de los que habían entrado en 2015. “La preocupación del Gobierno es que ese déficit [de los que no han viajado al país por vía legal] esté entrando ilegalmente para quedarse”, explica. Los números son considerables, teniendo en cuenta que la población total de ambas islas apenas supera los 1,3 millones de habitantes.
Ricardo soñaba con terminar en el Caribe, enviando a sus parientes fotos suyas en el Canal de Panamá. Pero sus ahorros solo pudieron llevarle hasta Puerto España, la capital trinitaria. Más que un plan, fue fruto de la necesidad. Algo similar les sucedió a Enrique y su esposa, empleados de la compañía petrolera estatal PDVSA, quienes ahorraron durante un año para viajar a Costa Rica. Pero el desastroso año de Venezuela, que se saldó con el peor resultado económico de la región, hizo que las cuentas dieran solo para pagar el boleto de uno de ellos a Trinidad. «A pesar de trabajar ambos, llegó un momento en el que el dinero no nos alcanzaba para comprar toda la comida. Te la ves fea cuando el hambre toca a tu puerta. No hay nada peor que pasar por esas situaciones. Esas cosas fueron las que nos hicieron decir ya basta, no más», relata Enrique. «Nosotros queremos estar un año aquí en Trinidad y, cuando las cosas mejoren, por supuesto que queremos volver. Mi país, Venezuela, para nosotros, es lo mejor del mundo, lamentablemente cayó en manos desalmadas».
Pero no todos viajan para quedarse. También hay un número importante de personas que salen en busca de alimentos y medicinas para atender a sus familiares enfermos. Es el viaje a la inversa que muchos trinitarios hicieron dos décadas años antes a Venezuela, cuando el país era la niña mimada del Caribe.
Hoy, Venezuela y Trinidad están a apenas a siete puestos de distancia en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU. Las islas, en el puesto 103 de la escala de economías del mundo, dependen casi en su totalidad del sector energético, y también sufren una crisis exacerbada por la caída del precio del petróleo. Este año, Trinidad y Tobago casi liderará la caída del PIB en la región, con un desplome del 4,5%, superada solo por Venezuela (9,7%), según las estimaciones de la Comisión para América Latina y el Caribe (CEPAL).
A pesar de ello, la menor inseguridad sigue siendo un importante factor a la hora de empujar a los venezolanos a emigrar allí: mientras en Venezuela en 2015 se produjeron más de 56 homicidios por cada 100.000 habitantes, en Trinidad esta cifra es de 19. «Dos cosas que para nosotros son fundamentales son el poder adquisitivo y la inseguridad, y en Venezuela no tenemos ninguna de las dos», dice Enrique. «Aquí en Trinidad se trabaja fuerte, pero puedes comprar una lavadora, una nevera, cocina. Si te fijas una meta, puedes comprar hasta un carro. Aquí si trabajas y ahorras vives bien. La seguridad es buena. El poder adquisitivo lo consigues», afirma rotundamente.
Redadas y deportaciones
Pero la recesión en la isla caribeña hace que las autoridades trinitarias aceleren aún más la deportación de venezolanos ilegales en el país. En los últimos meses ha crecido el número de redadas policiales en fábricas, almacenes, y restaurantes que emplean a ilegales. De hecho, cuando los venezolanos ven un uniforme, su mayor temor es que se trate de un miembro del Centro de Detención de Inmigrantes (IDC). Según una fuente consultada por El Confidencial, actualmente hay medio centenar de venezolanos en los calabozos, esperando para ser enviados de vuelta. Andrés estuvo allí varias semanas y tiene los recuerdos intactos: el sabor del pan con cebolla en las mañanas, sus noches echado en el suelo y sin cobija, envuelto en un uniforme naranja; el metódico proceso de cuidar las botellas de agua que recogían en las tuberías los días que se les permite salir a las canchas, porque las bebidas no están incluidos en el menú del IDC.
Esta situación está presente en la cabeza de inmigrantes como Ricardo, que saben que mientras más duras sean las autoridades, ellos tendrán que aceptar remuneraciones aún menores. También en la de Luz, que hace tortas en casa para vender, y que cuando sale a la calle finge ser muda, para esconder que aunque su piel es oscura es venezolana y no entiende ni una palabra en inglés. Así, ante el número creciente de ilegales en busca de trabajo, se impone el perfil del inmigrante como ciudadano de segunda, que tiene que aceptar trabajos duros y extenuantes por debajo del salario mínimo, viviendo escondido en pequeñas habitaciones compartidas y tratando de que nadie les delate a las autoridades.
Eduardo empieza a trabajar a las siete de la mañana, despertado por el olor del pimiento picante que, de forma ininterrumpida durante las siguientes 18 horas, tendrá que embotellar en un taller situado en el rincón de la casa de un fabricante de salsas en Chaguanas. La jornada termina a las once de la noche, momento en el que se ducha allí mismo, donde es mejor quedarse a dormir para estar listo para el día siguiente. Gana al día unos 200 ‘titis’ (dólares de Trinidad y Tobago, o DTT), unos 28,3 euros, lo mismo que dos de sus compañeros cubanos, inmigrantes ilegales como él, pero casi la mitad de lo que cobra otra empleada trinitaria.
Por la forma en la que le habló su jefe, entendió que la diferencia se debía al “gesto de caridad” de haberle empleado a pesar de ser extranjero. Por las palabras, no está muy seguro porque no entendió ni una sola. Aunque la puerta está abierta y él puede marcharse, su mejor opción es tomar el dinero y echarlo en la bolsa, porque lo mismo ocurrirá en casi cualquier lugar que contrate a un inmigrante ilegal, los que durante el último año han comenzado a lavar los pisos y levantar los muros de Trinidad.
La coordinadora de LWC reconoce que este es un problema del que ninguna organización se están ocupando, y aunque “llama la atención de los oficiales, no hay una posición del Gobierno al respecto”. En su lugar “están reforzando las leyes de inmigración, y no hay en Trinidad un tratamiento especial por lo que pasa en Venezuela”. Pero el trabajo nunca termina, y cuando las luces de la tienda de Richard se apagan, las caderas de algunas chicas venezolanas empiezan a menearse en las puertas de los clubes, dispuestas a dar caricias por dólar, mientras sus padres se acuestan en Venezuela pensando que sus hijas están en Trinidad buscando un futuro mejor.