El congreso del Partido Conservador británico se ha celebrado en Birmingham, la segunda ciudad inglesa. Pero en realidad esta crónica debería estar fechada en Birmingham, Alabama, en los prolegómenos de la guerra civil americana del siglo XIX. Porque en vez de un moderno centro de convenciones, el escenario del congreso ha parecido una iglesia baptista donde los conversos cantaban a coro los himnos del Brexit, o una plantación de algodón, donde las damas y caballeros del Sur lamentaban la pérdida de unas costumbres y una forma de vida que estaban a punto de desaparecer para siempre. Publicado por Rafael Ramos en La Vanguardia.
Para cualquier persona no ya europeísta sino con un espíritu mínimamente abierto, los cuatro días de la conferencia tory han sido una cámara de torturas en los antiguos edificios de la KGB en Moscú o de la Gestapo en Berlín. No tanto los discursos de los líderes, formulados con el fervor de predicadores que ven a la UE como el Satán de la política, sino sobre todo los workshops sobre temas concretos, que no dan titulares en los periódicos pero muestran el pulso del partido, y han estado dominados por la xenofobia, el desprecio al inmigrante, la nostalgia de la Inglaterra imperial y las ideas más retrógradas. En vez de Regreso al futuro, regreso al pasado.
Theresa May, en su discurso de clausura y su más importante declaración programática hasta la fecha, ha anunciado su intención de ocupar el middle ground de la política británica, aprovechando que el Labour se escora a la izquierda. Pero hoy en día a cualquier cosa se le considera centro. Hasta los mejores extremos derechos de la historia, como Jairzinho, Garrincha y George Best, dirían que son delanteros centro y se quedarían tan panchos.
Lo que ha fundado Theresa May en Birmingham es un nacionalpopulismo con muchos toques de la doctrina de Donald Trump, lleno de guiños a los pensionistas, a las clases trabajadoras blancas que se han caído del tren de la globalización, a los militantes del UKIP, a los nostálgicos, a los votantes laboristas desencantados. A los de fuera, ni el pan ni la sal. Aquel país que lideraba el mundo a la hora de conceder asilo a los perseguidos por razones políticas ha sido definitivamente enterrado. “Somos Gran Bretaña, la quinta potencia del mundo, y Europa nos necesita más que nosotros a ellos”, ha sido el lema de la conferencia, en un frenesí de arrogancia, ingenuidad e hipocresía, sin tener en cuenta que hay localidades inglesas con menos productividad que en la Alemania del Este anterior a la caída del Muro, y con una expectativa de vida inferior a la de Corea del Norte. Que la educación y la sanidad públicas están reducidas a cenizas por culpa de la austeridad.
La primera ministra, una conversa al Brexit que durante la campaña del referéndum optó por la permanencia, atacó en su discurso a “los políticos y comentaristas que se ríen del patriotismo de los ciudadanos comunes y corrientes, que tildan de provincianas sus preocupaciones sobre la inmigración, y de un poco fachas sus pretensiones de que los delincuentes han de ser castigados con más dureza”. Izó la bandera del “capitalismo responsable” y la meritocracia, “contra la visión cosmopolita de las élites, contra el espíritu libertario de la derecha y el socialismo de la izquierda”.
No dijo que levantaría un muro como Trump porque Inglaterra es una isla, pero anunció restricciones a los visados para estudiantes, una sanidad pública con médicos y enfermeras exclusivamente británicos, y la obligatoriedad de que las empresas publiquen listas –como en los sistemas más totalitarios– con los nombres y apellidos de los extranjeros a quienes contraten, para que la gente lo sepa y se les caiga la cara de vergüenza. Gran Bretaña ha entrado en una edad oscura. La idea ha recibido ya numerosas críticas, y no sólo de la oposición, sino de numerosos empresarios –que la juzgan perjudicial para la economía – y en las propias filas conservadoras. En el Reino Unido hay 200.000 trabajadores españoles.
Pero si esas políticas anti inmigración forman el elemento nacionalista de su programa, el populista está integrado por promesas de protección de los derechos de los trabajadores, de combatir la inseguridad en el empleo y los contratos basura, de poner coto a los sueldos y primas millonarias de los ejecutivos, construir cientos de miles de viviendas populares, proteger a las industrias perjudicadas por la salida de la UE, poner freno a los designios de las grandes corporaciones, aplazar más allá del 2020 la eliminación del déficit, erradicar la pobreza, fomentar la movilidad social, invertir 3.000 millones de euros en infraestructuras, e incluso congelar la austeridad. No le queda más remedio, pues el propio ministro de Economía, Philip Hammond, asume que el crecimiento se reducirá cuatro puntos por culpa del Brexit.
En el podio del Centro de Convenciones de Birmingham, Theresa May rompió en mil pedazos el legado de su predecesor David Cameron, y defendió como si fuera una líder del SPD alemán o los socialistas suecos las bondades de un estado grande “que defienda al pequeño, que combata los privilegios de quienes han nacido con una cuchara de plata en la boca, rechace las ideologías, combata las injusticias, no tenga miedo a las decisiones difíciles, encuentre soluciones e impulse el cambio”. Pero de socialdemócrata no tiene nada. De populista, todo. Podría decirse que su filosofía es el marxismo, pero no el de Karl Marx sino el Groucho Marx: “estos son mis principios, y si a los votantes no les gustan me buscaré otros”.
En su discurso de ayer May no dijo nada sustancial sobre el Brexit. Pero ya ha dejado claro que el control de las fronteras tiene prioridad sobre el acceso al mercado único, y que “el día que se formalice la salida de la UE anunciaremos acuerdos comerciales bilaterales con varios países”. La City se tira de los pelos. La libra cae en picado. Los Lores amenazan con vetar las leyes que escenifiquen el Brexit. El parlamento no ha dicho su última palabra y 80 diputados conservadores buscan cómo parar el golpe, aliándose con la oposición si es preciso.
Theresa May llegó al poder en medio del caos, como una tecnócrata. Pero le ha cogido en seguida el gustillo. No está al frente de un partido convencional sino de un culto, el culto al brexismo, con sus símbolos y su liturgia. Se ve a sí misma como una la fundadora de la Iglesia Reformada del Brexit. O como una dama de la Confederación, nostálgica como tantos tories de un mundo que ya no existe, anterior al Internet y la globalización, que intenta preservar contra el signo de los tiempos. Para su papel estelar no sabe si escoger entre Melanie (Olivia de Havilland) o Scarlett O’Hara (Vivian Leigh). Lo más seguro es que tenga que conformarse con ser una Thatcher de segunda generación.