Las palabras de Buda siguen resonando hoy con la misma fuerza que lo hicieron hace 2500 años. La primera de las cuatro nobles verdades que resumían su doctrina decía que el dolor y la insatisfacción son inherentes a la realidad de la existencia humana. “Esta, monjes, es la noble verdad del sufrimiento: el nacimiento es sufrimiento, la vejez es sufrimiento; la tristeza, el lamento, el dolor, la pena y el desespero son sufrimiento; la asociación con lo que no se ama es sufrimiento; la separación de lo que se ama es sufrimiento; no conseguir lo que se quiere es sufrimiento”.
Pero la raíz del sufrimiento es aclarada en su segunda noble verdad: “Y esta, monjes, es la noble verdad del origen del sufrimiento: el aferramiento que provoca el consiguiente devenir y que es acompañado por la pasión y el deleite. El aferramiento al placer de los sentidos, el aferramiento a que algo aparezca, el aferramiento a que algo no aparezca”.
Sufrimos porque no aceptamos las cosas tal y como las presenta la vida: construimos una imagen egocéntrica y distorsionada de nosotros. Defendemos a toda costa la eternidad y la validez de cosas que no lo son: placer, posesiones, salud, bienestar, etc. Luchamos sin tregua para mantener a raya las cosas que nos disgustan: la separación, la enfermedad, el dolor y la muerte.
Muchos pierden su tranquilidad llenando las cuentas del banco pero terminan guardados en una tumba. Otros tratan de borrar el paso del tiempo entre las pastillitas de uva, los quirófanos, el botox y los gimnasios. Los amantes se asesinan entre sí cuando otra pasión se interpone. Y cuando estamos enfermos hacemos lo posible para negar y esconder las realidades de la enfermedad. Fama, fortuna, belleza, carisma: todo fluye, todo cambia. Nada, nada es satisfactorio para siempre.
¿Qué hacer entonces? ¿Por dónde seguir? ¿Cómo abordar este gran sufrimiento? En sus palabras, nos dice: “Y esta, monjes, es la noble verdad del cese del sufrimiento: la restante disminución y cese del aferramiento, la renuncia, el abandono, la liberación, el dejar ir ese mismo aferramiento”. En una de las escuelas tibetanas se dice: “Relájate y déjalo ser”.
Abrirse, soltarse, relajarse, vaciarse. Romper el conjuro de la mirada que nos separa del mundo y que divide al mundo, dejar de alimentar nuestros pensamientos e ideas, abrir los ojos sin miedo, dejar caer las barreras que mantienen al corazón protegido, saludar al dolor con coraje y conectarse con el movimiento profundo de la existencia viendo las cosas tal y como son.
La compasión budista es el fruto de esta actitud que implica abrirse, aceptar sin rechazo ni apego el placer y el dolor, derribar la armadura del corazón y exponer sin miedo las heridas y desde ahí comunicarnos plenamente. En este proceso surgen automáticamente una calidez hacia los otros y una generosidad muy genuina.
Empezamos a relacionarnos con nosotros mismos como amigos entrañables. La vida se vuelve un juego creativo de tragedia y risa. Y desde esa herida abierta de sabernos condenados y benditos con vida, empezamos a comprender el sufrimiento de nuestros semejantes: les regalamos nuestro ser, nuestra bondad, nuestra libertad, nuestra mirada que libera. Esta forma de relacionarnos, suelta, abierta, cálida, gozosa, espontánea y comunicativa es la compasión bajo la mirada budista.
Para desarrollar la compasión como una forma de antídoto contra el veneno del egoísmo, el budismo ha desarrollado una práctica llamada Tonglen, que quiere decir “dar y tomar”. Con esta práctica desarrollamos la compasión mientras le quitamos fuerza al ego descontrolado que nos confunde, obsesiona y aísla.
Instrucciones para ser compasivo
Siéntese cómodo y quieto. Cierre los ojos y sea consciente de la respiración por unos minutos. Reflexione sobre el sufrimiento que experimentan todos los seres. Permita que este sufrimiento despierte su corazón. Invoque la presencia de seres que inspiren sabiduría y compasión. Deje que la compasión vaya surgiendo en su corazón.
Imagínese frente a usted a alguien por quien sienta cariño y que esté sufriendo. Conéctese con esta persona, abra su corazón. Imagínese que el sufrimiento de esta persona (enfermedad, neurosis, pobreza, fealdad, rencor, etc.) emerge como una masa de humo negro caliente.
Ahora, visualícese inhalando esta masa de humo negro hacia su corazón . Allí, disuelva las corazas de su aferramiento y egocentrismo, destruya su apego.
Imagínese que su corazón se abre sin esas corazas y revela su fuerza sensible y compasiva. Mientras exhala, envíele a esta persona las cualidades que van surgiendo de su corazón en forma de luz brillante. Envíele también sus cualidades más preciadas, aquello por lo que le pide a la vida, lo que más se le dificulta compartir.
Continúe dando y recibiendo con cada respiración por un rato. Cuando termine, disuelva la imagen de la persona en luz, disuelva su propia imagen y fúndase en una sola luz. Disuelva la luz en el espacio vacío de la mente. Termine el ejercicio.
Después de que lo haya hecho con una persona querida, hágalo con una persona neutral y luego con alguien que le haya hecho daño, o un enemigo. La práctica lo liberará cada vez más de su egocentrismo.
Fuente: cromos.com.co