La innovación, según Silicon Valley, consiste en transformar los resultados de la investigación en productos o servicios que se imponen en el mercado. Lo esencial, como precisa Wikipedia (en inglés), es evitar la clásica confusión: "La innovación se refiere al uso de una nueva idea o método, mientras que la invención alude directamente a la creación de una idea o un método". En la innovación el elemento determinante reside en la aceptación del mercado y/o de las instituciones que lo enmarcan.
Por esa razón es que no sólo requiere de inventores. Hace falta el dinero necesario para transformar una idea en producto, el "nervio del mercado", eso que le permite concretarse. Silicon Valley, seguramente porque cuenta con la concentración más densa de cerebros (las universidades de Stanford y Berkeley, entre otras) y de financieros (los capitales de riesgo de Sand Hill Road) en el espacio más reducido posible, se ha convertido en la capital mundial de la innovación. Tal condensación favorece que la gente se cruce y teja lazos informales fuertes.
Esta definición simple y correcta encierra un olvido y una trampa. El olvido concierne al papel que desempeña la incesante intervención del Estado en un modelo sui generis: con inversiones e instigación. El impacto de los denarios del Pentágono y su departamento de investigación, el DARPA, son los ejemplos más conocidos.
La trampa reside en que aceptar tal definición y la receta subyacente conlleva a ver a Silicon Valley como un espacio sin par. El único modelo a seguir. Impide darse cuenta de lo que puede emerger en otros lados, las variaciones surtidoras de novedades.
Las universidades de primer nivel se multiplican por doquier. China, India, Brasil y los países del Golfo, entre otros, disponen de considerables recursos financieros. La internet, por último, contribuye a relativizar la importancia de la proximidad geográfica. Y todos los gobiernos aspiran a tener su propio Silicon Valley. Fred Wilson, uno de los capitalistas de riesgo de mayor envergadura, escribió en agosto pasado: "El mundo entero rivaliza ahora con Silicon Valley. Ningún país, ningún estado, ninguna región, ninguna ciudad detenta ya el monopolio de la innovación tecnológica".
Pero el modelo puede cambiar. Si el secreto de nuestras sociedades estriba, como lo demostró Schumpeter, en su capacidad de "destrucción creativa", no hay razón alguna para limitarla a aquello que el mercado santifica.
La visión cambia si uno introduce la creatividad individual, sin duda el suceso del mundo mejor compartido, sobre todo entre la gente que tiene que innovar para sobrevivir. La urgencia puede instigar la aceleración del proceso tan eficazmente como el frenesí de los inversionistas.
Habría que añadir las perturbaciones portadoras de cambio, provocadas por los movimientos sociales, como los de los jóvenes árabes el año pasado. Sin pasar por el mercado introdujeron nuevas formas de utilizar las tecnologías de la información que las enriquecen.
Silicon Valley conservará largamente su atractivo. Ninguna duda al respecto. Pero su monopolio se deshilacha como tantos otros, igual que el modelo que lo caracteriza.
No se trata sólo de la internet o de la proliferación de ingenieros y de multimillonarios en las antípodas, sino de la definición que escuché decenas de veces en África: "Innovar es aportar una solución nueva a nuestros problemas". La abundancia de problemas suscita la multiplicación de innovaciones. A menudo tienen un mercado, hasta varios, de buena talla. Y cuando no lo encuentran inmediatamente hurgan directamente en su entorno social. Sus conexiones en la red arrastran la bola de nieve.