Si fuera posible, la experiencia de abismarse en un agujero negro no podría compararse con ninguna otra, pues además de sentir en carne propia su destructiva densidad, el cuerpo alcanzaría la velocidad de la luz y sería testigo de la caótica recombinación del espacio-tiempo.
El poder destructivo de los agujeros negros es legendario, esos violentos vórtices en los que el espacio y el tiempo se curvan y se deforman y en cuyo centro incluso la luz queda atrapada.
Todas estas características hacen de los agujeros negros los abismos por antonomasia y teniendo en cuenta que, según la fórmula filosófica-literaria, existen los llamados “enamorados del abismo”, esas personas que no resisten atisbar y experimentar una posible caída en estos pozos infinitos de sombra y destrucción, igualmente parece coherente preguntarnos qué pasaría si cualquiera de nosotros cayera, como Alicia, en una de estas madrigueras sin fondo ni límites visibles.
Por principio de cuentas, es obvio que nadie sobreviviría ni siquiera el primer segundo de contacto con un agujero negro. El cuerpo de cualquiera sería como “la pasta de dientes sacada a la fuerza del tubo”, de acuerdo con la metáfora bastante explícita de Charles Liu, astrofísico en el Museo de Historia Natural del Planetario Hayden, en Nueva York. O una “espaguetificación” según el término acuñado por el astrofísico británico Martin Rees.
Según Liu, cuando un objeto cruza el “horizonte de eventos” de un hoyo negro —su punto exterior después del cual ya no hay retorno— se pone en marcha un fenómeno conocido como “interacción de mareas”, nombre que recibe por ser el mismo que en la Tierra provoca dichos movimientos marítimos: la fuerza de gravedad se reduce con respecto a la distancia entre dos cuerpos y se manifiesta sobre todo en materia fluida como el agua del océano, que resiente mucho más estos cambios.
Así, en el caso del cuerpo humano, dicha interacción afectaría primero los miembros menos sólidos, esto es, las puntas de los pies, mucho menos gravitacionales que, por ejemplo, la cabeza, convirtiéndose en una corriente de partículas subatmómicas remolineando en el etéreo mar oscuro de un agujero negro.
Y si hubiera una forma de evitar la destrucción instantánea y mantener la conciencia más allá del primer impacto fulminante, sería posible experimentar en carne propia la curvatura del espacio-tiempo predicha por Einstein en su teoría de la relatividad, además de una aceleración próxima a la velocidad de la luz que sería cada vez más cercana conforme se avanzara en la caída.
¿Con qué ganancia? Nada menos que con la posibilidad, nos dice Liu, de atestiguar la dilatación del tiempo, asistir al surgimiento del caos temporal y ver, por ejemplo, objetos cayendo en el pasado y también todo lo que caerá en el futuro. Y, en caso de durar lo suficiente, una proyección cuasi fílmica y simultánea de la historia misma del universo, desde el Big Bang hasta el futuro distante.
Sin duda una experiencia en la que, de ser factible, parece justo el equilibrio entre todo lo vivido y lo que se daría a cambio —nada menos que la integridad personal.