Cada día que pasa me convenzo aún más de que a una, simplemente, no le pueden cambiar la mercadería. No es tan fácil comenzar con un tipo sílfide y terminar con un chanchoman. Con uno en cuerpo y alma. Con el clásico guatón parrillero. O con el clásico dulcero de dientes careados. Y no es que una sea lo bastante frívola para no ver más allá del envoltorio, es sólo que a una a veces le molesta el relajo. A tan alta escala. Cuando al susodicho, por ejemplo, le comienza a dar tanto lo mismo la incondicionalidad de una que comienza a tragar y a tragar porque el mundo completo se va a acabar.
Tal y como le pasó a mi amiga Lucha. A mí nunca bien ponderada compañera, que cuando finalmente se enamoró, de un momento a otro descubrió que éste había engordado más de 15 kilos. Fue realmente devastador. Casi como un tsunami directo al amor propio. Más insólito y terrible considerando que cada uno de los kilos los había subido a vista y paciencia de ella. De su ceguera. De hecho, recién se destapó la olla cuando ambos se pesaron juntos en una farmacia. Y eso que a la Lucha le había costado un mundo engancharse de él, ya que sólo después de seguir un extraño y extenso proceso de auto sanación con su psicóloga logró conseguirlo. Comenzó a quererlo dentro de lo poquito que se podía, es decir, sólo un poquitito menos de lo que me quería a mí o a su mascota. Lo que para ella era todo un logro. Y el tipo también la quería.
Y luego, quizás por lo mismo, comenzó a relajarse, a comer como contratado. A veces se comía hasta dos churrascos al desayuno, dos casattas de helados inmensas en la tarde o promociones completas y monstruosas de comida chatarra. Y cuando lo hacía, francamente no parecía él. Uno se lo encontraba en un sitio y hasta se hacía el desentendido. De hecho una vez pude constatarlo. Fue como sorprender a un genuino oso en la pradera. Recuerdo que estaba solo en un rincón del Mac Donald´s –como escondido– tragándose una hamburguesa inmensa, como quien oculta un tesoro. Insólitamente se le desorbitaban los ojos. Miraba fijamente el sándwich y luego se pasaba la lengua por los colmillos, con la misma ansiedad de un ex convicto. Y ni siquiera sonreía. Verlo era casi como un acto impúdico, como estar invadiendo su privacidad.
Y la Lucha seguía enamorada de él. Tanto que era incapaz de ver críticamente cómo cambiaba de talla. Eso hasta lo de la farmacia. Hasta la vez en que se pesaron juntos y la Lucha descubrió que ella seguía siendo una sílfide, y él se había convertido en una ballena. Y aquello sí que fue todo un descubrimiento. Luego la Lucha no lo quería ver más. Le repugnaba verlo comer. O verlo vestirse con sus rollitos descomunales en las caderas. Decía que se había cansado de su mal humor, pero todas sabíamos que, en el fondo, era porque ya no quería andar más con semejante ballena. Con el tipo aburrido, fofo y “quedado” que de improviso había visto por rayos X. Eso es lo que había pasado. Lo que le pasa a alguien que se deja estar. Que engorda cambiándole el trato al otro, el que se siente tan estafado que de improviso adquiere el clásico síndrome de aquel que ha sufrido un abrupto cambio de mercadería.