La intolerancia a la lactosa consiste en la deficiencia de la enzima lactasa, producida por el intestino delgado y encargada de la absorción de la lactosa, un tipo de azúcar presente en la leche de los mamíferos y en muchos alimentos preparados.
Conocida como el “azúcar de la leche”, la lactosa está compuesta de glucosa y galactosa. Cuando los niveles de lactasa son bajos, aparecen síntomas como hinchazón abdominal, diarrea, gases abdominales, retortijones o nauseas. Estos efectos, comunes a otras enfermedades digestivas y muy variables dependiendo de la persona, dificultan su diagnóstico. Los efectos pueden aparecer inmediatamente después de la ingesta de lácteos o tras un periodo de tiempo mayor dependiendo de la cantidad de lactosa al día tolerada por cada paciente. Algunas personas que sufren intolerancia ni siquiera muestran síntomas durante su vida al no sobrepasar su límite.
Esta falta de especificidad provoca que muchas personas se auto diagnostiquen sin contar con la confirmación de un especialista, a pesar de los riesgos que ello entraña para la salud. Por ejemplo, una vez detectada la intolerancia, muchas personas optan por suprimir los lácteos de su dieta provocando un déficit de calcio, vitaminas A y D, ácidos grasos y proteínas. Es indispensable remplazar estos alimentos por otros que aporten estas sustancias al organismo.
Tras el destete y a medida que crecemos, los niveles de lactosa disminuyen hasta sólo necesitar un 50% de la actividad inicial para digerir bien este tipo de alimentos.
Fuente: Muyinteresante.es