Cuando el presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy les dio la bienvenida en la Casa Blanca, a todos los ganadores del premio Nóbel del año 1962, dijo: “Creo que esta es la colección más extraordinaria de talento y del saber humano que jamás se haya reunido en la Casa Blanca, con la posible excepción de cuando Thomas Jefferson cenaba solo”.
Con esto, el genial político destacaba la enorme inteligencia del tercer presidente de Estados Unidos. Thomas Jefferson fue el autor principal de la Declaración de Independencia junto al prominente político y presidente predecesor John Adams. Ambos, con el considerado Padre de la Patria y primer presidente, George Washington, dieron el impulso que necesitaba Estados Unidos como país naciente.
La mayoría de los presidentes americanos fueron líderes que con una gran capacidad política, interactuaron con la posibilidad de honrar su intelecto permitiendo resultados políticos, sociales, económicos y electorales positivos.
Por supuesto, esa satisfactoria respuesta en sus programas de gobierno no son parte del tupido conocimiento de todas las áreas dominadas por los mandatarios, sino del alto nivel intelectual para saber rodearse del mejor equipo de gobierno. Allí radican sus fortalezas. A lo largo de los más de 200 años de historia republicana, los Estados Unidos han sabido escoger gobernantes que son mejores que sus ciudadanos. Aquellos que han defraudado la confianza del pueblo han pasado a retiro obligatorio para no afectar a sus partidos.
Nuestro país tuvo dirigentes capaces, profesionales, grandes intelectuales que ejercieron importantes cargos gubernamentales y aportaron todo su conocimiento para enrolar al país hacia el desarrollo. Nuestros primeros candidatos presidenciales pensaban, escribían libros, artículos de opinión, tenían una visión de país con la que debatían públicamente sin ningún temor. Arturo Uslar Pietri, Rómulo Gallegos, Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Jóvito Villalba, Rafael Caldera, Luis Beltrán Prieto Figueroa, Ramón J. Velásquez, etc.
Pero desde un cierto tiempo para acá, nuestros candidatos y gobernantes evitan discutir sus ideas de país. No escriben, ni publican libros, no debaten y hasta pareciera que sintieran temor de decir algo que pudiera ser diferente a lo que piensa el pueblo.
En Venezuela nos hemos visto en la necesidad de “escoger al menos malo” y no elegir al mejor de los candidatos. En estos tiempos de “revolución”, el “tuerto es rey” porque muy probablemente el otro candidato es peor que un ciego.
Las campañas electorales se han convertido en batallas entre “prochavistas” y “antichavistas” sin explicar los programas de gobierno, estudios que harán para solucionar problemas, no ahondan en propuestas o contrapropuestas de desarrollo sino en señalar su vínculo chavista u opositor.
Los lazos ideológicos derrumbados en el mundo aún persisten en nuestro país y constituyen una especie de carnet oficial que certifica la ubicación política de un dirigente, pero nunca su programa de gobierno. La abstracta política venezolana ha logrado que nadie se ocupe de propuestas concretas, serias, éticas sino de que todos hablen de “lo social” sin profundizar más allá.
¿Están nuestros políticos preparados para asumir la Venezuela de este siglo? Pero vamos más allá, ¿están preparados para afrontar el mundo de hoy día? La temeraria pregunta pudiera darnos una estremecedora respuesta que pone en jaque a quien le corresponde proporcionarla.