Cada vez que uno comienza a investigar cualquier alimento, se topa con la historia de la cultura -y sus interpretaciones- y allí comienza a enredarse el cordel del papagayo. Sin la menor duda, esa fue una de las razones por las cuales, en 1992, en la celebración del quinto centenario del llamado «descubrimiento» de América, el Museo Smithsoniano de Washington DC decidió, para evitar polémicas políticas y raciales, montar una exposición llamada Semillas de cambio, y concentrarse en cinco elementos que, después del 12 de octubre de 1492, transformaron, y para siempre, a las civilizaciones que ese día se veían las caras por primera vez.
Los elementos elegidos por los curadores de la exhibición (la más grande presentada, hasta ese entonces, en un museo de ciencias) fueron: el maíz, la papa, el caballo, la caña de azúcar… y las enfermedades. No es este el espacio para hacer un recuento de una exposición que hizo historia (literalmente), pero, de haber sido un museo gastronómico, sus responsables igual podrían haber seleccionado las delicias que dan título a este texto.
Gallina de otro corral
Y es que cuando uno lo ve sobre la mesa bien preparado y aderezado, tan perfecto, tan elegante, con la piel dorada y bajo esta la pechuga jugosa, con algo del relleno asomándose, tímido y descarado a la vez, de las cavidades internas del ave, acompañado de puré de castañas, uno no puede dejar de suponer que el pavo es francés, o, en todo caso, europeo.
Pero resulta que no, que este animal, de la familia de las galliformes, es oriundo de América. Una de las especies se desarrolló en Estados Unidos y México, y la otra en la península de Yucatán. Su otro nombre, guajolote -el que usamos actualmente se lo pusieron en España, por su semejanza con otras aves que, en latín, eran conocidas como pavus-, fue, de hecho, tomado del que le daban en náhuatl, huexólotl. En efecto, las recetas más viejas para el mole poblano o el mole negro de Oaxaca requieren un guajolote, y no un pollo. Los primeros colonos ingleses, en Maryland y Virginia, confundiéndolo, por su aspecto, con la gallina de Guinea, que llegara a Europa a través de Turquía, lo bautizaron, como a aquélla, turkeyfowl. Y comenzaron a criarlo… y a comerlo. Sería solo a mediados del siglo XVI que arribaría al viejo continente, donde lo recibieron como era de esperarse: cuchillo de trinchar en mano, con la boca hecha agua, y con un historial gastronómico que se remontaba, como todo, a la antigüedad.
Muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido
Quizá nuestra tendencia a ver el pavo como algo «extranjero» tenga que ver con los cientos -si no miles- de veces que lo hemos visto en las series estadounidenses que dan cuenta de cómo celebran en el norte el llamado Thanksgiving, el cuarto jueves de cada noviembre, desde que, en 1863, Abraham Lincoln declarara el 26 de noviembre como fiesta nacional y Día de Acción de Gracias. Más allá de la belleza de la idea de un fin de semana largo para celebrar y agradecer, en familia y con amigos, lo que el año ha traído, y también más allá de la leyenda que relata cómo, en 1621, los colonos blancos de Nueva Inglaterra invitaron a los indios a festejar su primera cosecha con un banquete en el que el pavo y otros productos de este continente, como el maíz y la auyama, eran protagonistas, interesa desentrañar el misterio del relleno del ave.
Christopher Kimball, editor de la revista Cook’s Illustrated y autor de The Cook’s Bible, comenta, cum grano salis, que alguien le dijo que, originalmente, el relleno consistía solo de pan, y que su función era recoger los jugos que salían del ave al cocinarla, y que sería luego que la gente le agregaría hierbas y frutas secas, al percatarse de lo que estaba perdiendo en lo referente al sabor. Y, hasta el sol de hoy, el stuffing de los estadounidenses es mayormente de pan.
No obstante, cuando uno revisa el clásico Je sais cuisiner, de Ginette Mathiot -recetario de 1932, publicado recientemente en traducción inglesa a raíz del éxito de Julie & Julia, porque contiene prácticamente las mismas fórmulas de Julia Child, pero en versión casera- se percata de que los rellenos franceses tienen de todo, y casi nada de miga de pan. De hecho, los primeros rellenos para aves y otras carnes de los que se tiene noticia en occidente aparecen en las líneas de De re coquinaria, libro atribuido a Marco Gavio Apicio, un gourmet -que ya los había entonces- que viviera en el Siglo I, en la Roma de Tiberio, pero que, según las enciclopedias, fue compilado más bien en el Siglo IV o V de la era cristiana, y que incluye, entre otras recetas, ubres de cerda rellenas de erizos de mar salados y marmota rellena de puerco y piñones. En Mi cocina a la manera de Caracas, Armando Scannone opta por una combinación salomónica de carne de cerdo, hígados de pollo, frutas y pan rallado.
Justicia para los cerdos
La historia del cochino -y su pernil- es diferente. Originario del continente euroasiático, su crianza y consumo se inician en la prehistoria, y se extienden desde las costas europeas del Atlántico hasta la China, el Japón y el océano Pacífico. Su arribo al continente americano tendría lugar algunas décadas después del de Colón, y a nadie se le ocurriría dudar que llegó con buen pie -tan sabrosas que son las paticas- y para quedarse.
Si tomamos en cuenta lo largo de la relación entre el hombre y el cerdo -estuvo entre los primeros animales en ser domesticados-, resulta cuando menos extraño que todos los nombres de ese animal delicioso y generoso -«del cochino sólo se pierde el grito», reza el refrán- sean sinónimo de suciedad.
Quizá esa tendencia a relacionarlo con cosas no demasiado limpias se deba a que puede alimentárselo con todas las sobras de la mesa y la cocina, a las que el animal no le hace ascos, como los hombres, que tanto le deben, le hacen ascos a él. Quizá influya también que dos de las religiones de mayor ascendencia en la cultura occidental judeocristiana, la hebrea y la musulmana, tengan su consumo entre las prohibiciones más arraigadas. Pero los cristianos de origen gentil -excepto, quizá, algunos grupos puritanos- jamás tuvieron miramientos a la hora de consumirlo. De hecho, era el sacrificio de rigor para la diosa griega Deméter y su hija Perséfone en la Grecia clásica, mito que servía de razón al ritual de Eleusis, uno de los más antiguos e importantes de la historia.
Para los españoles cristianos, durante la larguísima ocupación árabe del sur de la península ibérica, comer cerdo era una forma de afirmar su fe ante el poder de los mahometanos y ante los judíos, con los que compartían ciudades y campos. Así, prepararlo y consumirlo públicamente era una forma de resistencia, una declaración de principios y un gusto que nosotros, sus descendientes -no en vano hablamos en romance-, heredamos, y del que hacemos gala aún, preparando sus cuartos traseros para festividades de todo tipo, especialmente para las navideñas.
Lo mejor de todo, el meollo del asunto, es que no hay ninguna necesidad de elegir. Familias hay que sirven pavo en Navidad y pernil en Año Nuevo, o al revés, sin más cargos de conciencia que los excesos que marca la balanza en enero. Así que a la pregunta: «¿pavo o pernil?», puede contestarse, en buena ley: «ambos». Al menos, esa sería la respuesta de un glotón.
[Fuente: estampas.com]