No existe ninguna mujer en el mundo que de buenas a primeras admita que su único objetivo, en la vida, es casarse. En especial cuando está sola, cuando aún no aparece su candidato ideal, y admitir algo así sólo demostraría neurosis. Un nivel de ansiedad tal que sólo raya en la locura. O tal vez no, pero que al menos comienza a tomar el olorcillo de un repelente. De un repelente “espanta hombres”. Y es que seamos honestos, ¿quién querría comenzar a salir con alguien que suelta abiertamente que una de sus metas es llegar al altar? Nadie. Absolutamente nadie, porque el mundo no opera de esa forma.
El mundo nos demuestra una y otra vez que es justo lo contrario: que uno primero se enamora, luego se hace de rogar, y por último se casa. Y es tan cierto esto que, paradójicamente, la mayoría de las “angustiadas” (así las llaman los bellacos) terminan más solas que un dedo. Más botadas que avión sin alas. Igualito como le sucedió a la Maribel –una de las tantas discípulas de la Sarita– que desafortunadamente terminó solita porque fue incapaz de ocultar sus intenciones: ella le proclamaba abiertamente al mundo que sólo quería casarse. Pobre. Si bastaba sólo con verla para adivinar su propósito; si hasta en su mirada se traslucía el “urgimiento”. En especial cuando veía objetos de decoración, hogar o lencería. Porque allí sí que se volvía loca. Completamente. Primero fijaba la vista en ellos y luego –sin que nadie le preguntase– comenzaba a enumerar todos aquellos artículos que compraría cuando estuviese casada. Y no sólo eso, además daba detalles de dónde los pondría y de cómo los usaría con su futuro marido.
Realmente la Maribel era todo un caso, de antología. La única persona capaz de tener todo su matrimonio listo antes siquiera de conocer un candidato. Y probablemente por eso es que los hombres solían ser tan escurridizos con ella. Todos se le escapaban, inequívocamente, a la quinta salida. Era como una película de nunca acabar. Como la repetición monótona de su sino. Nunca le duraban más allá de eso. A la primera cita, contaba, todo iba bien. A la segunda ya comenzaba a flaquear. Y a la tercera, bueno, a la tercera, cuando ya mostraba completamente la hilacha, allí ya todos habían salido corriendo. Pero lo peor de todo no era eso; aunque se supiera de memoria el por qué de su maldición, igual seguía persistiendo en lo mismo. Lo hacía simplemente porque no podía evitarlo. Porque su ansiedad iba más allá de sí misma. Porque su “urgimiento” estaba profundamente arraigado en su ADN.
Y es que desde chiquitita había escuchado lo mismo. Como un disco rayado que no cesaba nunca. Como la marea que aunque se recogiera, siempre volvería a su cauce. Su mamá se lo había enseñado, le había dicho –de todas las formas imaginables– que una mujer sin marido era tan inútil como una casa de dos pisos sin escalera o una tortuga sin caparazón. Y ella se lo había creído. Tanto que desde siempre lo había practicado. Desde siempre había atesorado el mismo siútico sueño del príncipe azul. De la fiesta y el vestido blanco. Del carruaje y el anillo. De la lencería fina y las sabanas de tres hilos. Había soñado con eso de “hasta que la muerte los separe” hasta el hartazgo. Hasta salirse de sus cabales. Hasta considerar que todos los hombres existentes podían transformarse un día en candidatos posibles. Y aquello dentro de su cabeza era tan cierto que resultaba casi imposible de borrárselo.