No hay nada de lo que se puedan obtener más enseñanzas que de un gran error, se señala con frecuencia en el mundo de la educación. No sólo de los nuestros, sino también de los demás: la psicología ha señalado que el aprendizaje vicario nos conduce a imitar las actitudes de los demás en caso de que estas obtengan resultados positivos, pero también a no reproducirlas si dan lugar a consecuencias negativas. En ese caso, ¿no puede el naufragio del Titanic, del que este año se cumple un siglo, enseñarnos más lecciones que ningún otro acontecimiento histórico, en cuanto que ha sido considerado como uno de los grandes fail de la Historia?
Aunque la distancia temporal que nos separa del acontecimiento y su repetida aparición en la cultura popular (de la oscarizada película de James Cameron a Tempest, último disco de Bob Dylan) haya convertido el trágico incidente en poco más que una ficción, es necesario recordar que de las 2.200 personas que se encontraban a bordo, 1.514 murieron en el naufragio. Producto del optimismo tecnológico que marcó el comienzo de siglo (y que las dos guerras mundiales y el crack del 29 contribuyeron a diluir), el Titanic señaló algunas de las principales fallas de un sistema caracterizado por un excesivo optimismo.
En la trágica historia del Titanic se citan líderes fracasados –el capitán retirado Edward John Smith–, pasiones humanas –la del presidente de White Star Line, J. Bruce Ismay, que hizo prevalecer su interés personal por encima del éxito de la empresa– y, ante todo, un cúmulo de pequeños errores que derivaron en una de las grandes tragedias de la era contemporánea. Un cóctel letal del que aún nos queda mucho por aprender, como muestran ensayos como Nada o húndete: cómo el Titanic puede ayudarte a salvar tu negocio familiar (Praeger), escrito por Priscilla M. Cale y David C. Tate, que aborda desde el punto de vista de los pequeños negocios las moralejas que este naufragio nos enseña. Pero se trata de una historia con la suficiente enjundia como para poder aplicarla a diferentes campos de nuestra vida:
–Exceso de confianza. “No puedo imaginar ninguna condición por la cual un barco actual pueda hundirse, las construcciones modernas han conseguido superar esas problemas.”. Se puede decir más alto, pero no más claro: si de algo estaba seguro el capitán Edward J. Smith es de que el Titanic era, como anunciaban los mensajes publicitarios, “inhundible”. El exceso de confianza puede llevarnos a olvidarnos de las posibles dificultades e incidentes con los que nos encontremos durante nuestro camino, y que cuando la tragedia se produzca sea demasiado tarde para ponerle remedio.
–Todos viajamos en el mismo barco (ricos y pobres). Como ocurre con la muerte, los grandes accidentes demuestran que las clases sociales y el dinero sólo son útiles en la estabilidad del día a día social, no en los momentos de hecatombe. Aunque la película de James Cameron sugiere que muchos adinerados intentaron comprar su supervivencia, es poco probable que muchos consiguiesen salvar su vida gracias a un fajo de billetes: en los momentos críticos, el dinero no lo compra todo. ¿La principal diferencia entre unos y otros? Que los cadáveres de los fallecidos de primera clase pudieron descansar en ataúdes de madera, mientras que los de clase baja tuvieron que conformarse con bolsas de lona.
–Hacer caso omiso de los comentarios negativos. Si te dicen hasta siete ocasiones diferentes que existe el riesgo patente de colisión con un iceberg, quizá deberías tenerlo en cuenta y no seguir pisando a fondo. Infravalorar las posibilidades de que algo pueda ir mal es una de las consecuencias de la crisis financiera, como se puede comprobar revisando las declaraciones de los gobernantes durante los primeros meses de la crisis (¿recuerdan el “la crisis es una falacia, puro catastrofismo” de Zapatero?).
–Si no se trabaja en equipo, el barco se va a pique. Uno de los principales problemas que causaron la debacle del Titanic fueron los problemas comunicativos de los miembros de la tripulación. El radiotelegrafista tardó más de la cuenta en alertar de la amenaza glaciar y la tripulación de las cubiertas inferiores no gozaba de toda la información necesaria, por lo que fueron de los primeros en perecer. Además, el vigía no contaba con los prismáticos necesarios para poder avistar un iceberg hasta que ya era demasiado tarde, y el telegrafista no transmitió el último mensaje de alarma. Como canta Bob Dylan en Tempest, la canción de su último álbum que glosa el accidente del transatlántico, “el vigía yacía dormido mientras soñaba que el Titanic se hundía en el inframundo”.
–Un proyecto no está terminado hasta que está terminado. ¿Ansioso por poner en marcha esa nueva idea que se te ha ocurrido y que tanto te emociona y cuyos errores se pueden solucionar por la marcha, según aparezcan? El optimismo propio del comienzo del siglo XX condujo a la compañía White Star Line a poner a flote su transatlántico quizá de manera prematura y a construir el Titanic en los astilleros de Irlanda del Norte con demasiada prisa. ¿Se hubiesen necesitado más pruebas antes de lanzarlo a cruzar el Atlántico? Probablemente sí, pero las prisas por ser los pioneros hizo que miles de los hombres más ricos de la sociedad del momento se montasen en un barco cuyo destino era el holocausto.
–Las prisas no son buenas consejeras. Muchos han atribuido parte de la responsabilidad del descalabro del gran barco a las encendidas peticiones del multimillonario J. Bruce Ismay, director de White Star Line (la compañía que diseñó el barco) para pisar a fondo el acelerador y llegar a Nueva York cuanto antes, tal y como señalan los testimonios de algunos testigos. Esta historia también nos enseña algo sobre la vanidad, y es que las ansias (personales) del capitán Smith por batir todos los récords probablemente le hicieron pasar por alto las advertencias que estaba recibiendo.
–El tamaño sí que importa (para mal). En el idioma inglés se utiliza la expresión too big to fail, empleado frecuentemente durante la crisis económica, para referirse a aquellas grandes firmas cuyo hundimiento arrastraría consigo al resto de la economía. Una vez que la burocracia de una organización ha aumentado hasta tal punto en que cualquier decisión necesita pasar por diferentes estancias hasta que se apruebe, es muy complicado poder ofrecer una respuesta inmediata a una dificultad acuciante, lo que ralentiza la capacidad de reacción y entorpece cualquier acción. Una pequeña embarcación no habría sufrido los mismos problemas de toma de decisiones que el transatlántico, aunque tampoco habría sido capaz de cruzar el Atlántico. Una curiosidad: J.P. Morgan, uno de los principales inversores del barco, estuvo a punto de subir al malogrado barco pero instantes antes canceló su reserva, alegando motivos de salud.
–Los cálculos aparentemente correctos no siempre son acertados. Lo que aprendieron inmediatamente los navegantes de la época es que la aritmética había sido utilizada de manera perversa en el diseño de los sistemas de evacuación del barco. Los directivos de White Star Line se justificaron señalando que habían superado en mucho el número de botes salvavidas con que debía contar el transatlántico, y según los cálculos oficiales, así era: contenía exactamente veinte botes, cuatro más de lo exigido. ¿El problema? Que según la legislación de la época, el número de embarcaciones de rescate no se encontraba en función del número de pasajeros que se encontrasen a bordo, sino del tonelaje de la embarcación, lo que da como resultado que las plazas disponibles no cubriesen más que a la mitad de pasajeros. Debido a ello, se revisó la legislación de 1894 y desde entonces, el cálculo se realiza para que las plazas de rescate sean siempre al menos un 25% más que el número de pasajeros.
–En mitad del océano, nadie puede escuchar tus gritos. Ser el pionero de un proyecto de este tipo provoca que, a la fuerza, tengas que viajar solo. Sin embargo, a apenas quince kilómetros del barco se encontraba el S.S. Californian, que no atendió a las llamadas del buque en problemas y cuya participación podría haber salvado unos cuantos cientos de vidas. Por ello, algunos han acusado de negligencia a su capitán, Stanley Lord, mientras que otros han creído su versión en la que aseguraba que su distancia relativa no era la que se pensaba.
–Lo barato sale caro. La prisa con la que se construyó el barco provocó que algunos de los componentes de los remaches del barco que sujetaban las planchas de acero fuesen construidos con materiales de una calidad mucho inferior a la que fue presupuestada desde un primer momento, ya que la demanda era tan grande que una única compañía no podía producir todo lo necesario. Nunca sabremos si otros materiales habrían cambiando sensiblemente la situación, pero es altamente probable que la rotura de algunas secciones no se habría producido con tal rapidez.
–Hay que leer más. Una novela publicada en 1898 por el oficial de la marina americana Morgan Robertson ya relataba la historia del naufragio un “inhundible” transatlántico, el Titán, después de chocar con un iceberg. Bajo el título de El hundimiento del Titán (Nordica) (en inglés, Futility or the wreck of the Titan), el relato ha atraído a lectores de toda clase por sus evidentes similitudes con el accidente ocurrido catorce años después de la publicación del relato de Robertson. ¿La moraleja? No tanto que tengamos que revisar la historia de la literatura para localizar posibles profecías como que debemos mostrarnos alerta a las advertencias que otros han señalado antes que nosotros. Al fin y al cabo, el término “futilidad” encaja como anillo al dedo en la historia del Titanic.