Hace algunos años tuve la oportunidad de conocer a Francisco, que un par de semanas después se convertiría en mi mejor aliado, gracias a sus dotes de caridad y servicio.
Sembrada la semilla, el árbol de aquella sólida amistad crecería como roble gigante bajo cuyas ramas pasamos momentos extraordinarios en tiempos radiantes y grises.
De Francisco aprendí que uno puede hacerse santo desde su trabajo, convirtiendo en oración la labor que se hace “no porque sí, sino porque nace del corazón y se dedica a Dios”.
Con él supe que el dinero no tenía tanto valor como cuando se usa para ayudar. Con él comprobé que “más alegra dar que recibir”.
Lo que nunca imaginaría era que aquel amigo inteligente, trabajador y de oración, perdería totalmente la memoria.
Así es el Alzheimer. Aunque dicen que lo de él son otros “males”. No obstante, Francisco afirma que es lo mejor que ha podido pasarle.
Dice que ahora es millonario… Porque aunque no tiene cómo pagar el almuerzo, nunca tuvo tantas manos amigas sirviéndole.
Dice que ahora es afortunado… Porque su hermosa familia está “más unida que nunca”, y se preocupa por brindarle amor y cariño.
Dice que ahora tiene paz… Porque Dios le concedió días libres, que dedica a la oración y al descanso.
La preciosa amistad que construimos a lo largo de más de una década cambió de horarios, pero sigue siendo la misma.
Ya no recuerda lo que hicimos hace un año, ni menos lo que hace diez; pero sí lo de hace tres meses.
Como él hay muchos, pero algunos no guardan “tanto” tiempo; para otros la bendición es de tres semanas, o incluso de tres días…
Por eso, la luz brilla cuando todo está oscuro.
Por eso, Dios pone túneles en el ocaso de la vida, pues el peso de la cruz suele ahuyentar a quienes no son dignos de portar el noble trofeo de una amistad genuina.
Por eso, los árboles florecen justo cuando se podan y cuidan.
Así son los amigos: hacen que el otro viva con la mayor alegría cada segundo, un segundo que podría ser el último.
Cada semana nos reunimos un rato para charlar y compartir. Y así vamos… cosechando una hermosa amistad que se renueva cada tres meses.
Ya no importa si me cambia el nombre. Yo sé el suyo ¡y con eso me basta!; pues a viejos amigos como él, no hace falta estudiarlos, sino quererlos.
Puede que él no recuerde lo que juntos caminamos y construimos, pero yo sí que lo recuerdo, y en su honor lo cuido y conservo.
Ojalá que Dios nos conceda siempre seguir cosechando esta clase de árboles llamados buenos amigos… Aunque sean amigos “de ¡sólo tres meses!”
Carlos Zapata
@zapatacar