No sé dónde queda el quinto punto cardinal, pero imagino que debe encontrarse cerca del eje de nuestra condición humana, hoy fragmentada. Además, entiendo que no es sumatoria de partes ni realidad geográfica. Es sí un imperativo de la conciencia, un estado de la razón política al que puede llegarse a través del esfuerzo que impone la necesidad por encontrar un destino común de civilidad que para los venezolanos ha sido siempre esquivo.
Nunca me hablaron de él ni me dijeron en escuelas o en doctas academias. Me cantaban sobre viajes y travesías humanas, de los tatuajes de la historia. Me decían y yo decía lo mismo, de las esponjadas epopeyas de hombres y de pueblos. Hice cursos de todo y hasta me diplomaron y sigo aún sin saber, aunque extrañando, dónde reside la utopía del país que podríamos llegar a ser y no logramos.
Llego a reconocer al menos que ese quinto punto cardinal, vellocino de oro, se asoma huraño entre el destierro de la imaginación presuntuosa donde pastamos y la frustración que aquí padecemos de ordinario.
Y ese centro buscado, al ser irregular la superficie que medimos e increíbles y distintos también los factores que lo integran, es difícil de hallar exactamente. Además, está en permanente bullir de sus contradicciones, lo que viene a ser no más que redundancia pues quién ha visto a equilibrista, uno, que se sienta seguro frente al vacío al que se enfrenta.
El centro, al que llamo unidad otra vez, cómo no hacerlo, en verdad es motivo poco seductor como mensaje. ¡Vayamos hacia el centro!, es lema sin norte, sur, este, ni tan siquiera oeste. Es medio sonso él como grito de guerra o como incentivo para enganchar pasiones. No es nombre de película, es cierto, pero si te pones a ver en el centro se ubica el corazón y quedan el sexo, los ojos y la boca, y la nariz también y la barriga, además del cerebro que piensa.
Porque el centro como espacio político no es un lugar preciso sino la dimensión del esfuerzo, una energía dispersa que se recoge y expande, un ímpetu, un continente de la acción y para ella, que al embalsarse se convierte en brío sostenido por orillas, que a ello insinúan los límites, porque en definitiva somos aquello que nuestras fronteras desvanecen.
La unidad es el centro, repito, de una visión plural del mundo; un ardor colectivo por llegar cada uno a la meta. El centro debe ser nuestra próxima parada como país; la unidad está dentro de nosotros y el desplazamiento hacia ella es una virtud de la conciencia, una lucha contra la dispersión que hizo posible, a todas estas, llegar al llegadero que llegamos, donde habitamos ahora insólitos e insatisfechos. Y es sobre ese centro donde debemos levantarnos con los pies sobre tierra concreta que la política debería despejar.
La unidad que tanto reclamamos los que naufragando deseamos ver otro horizonte al despertarnos, no es cuento de caminos; es la obligación de la lucha diaria que debe estar por encima de pleitos, vanidades, espejismos y ombligos.
Por Leandro Area