El concepto medieval de la translatio imperii podía ser la aplicación del esquema bíblico de sucesión de los imperios en el libro de Daniel, San Agustín mediante, o, desde otro ángulo, y bajo otra denominación, al ciclo inexorable de relevo en la dominación entre las formas de vida beduinas y las urbanas, analizado con su excepcional lucidez por Ibn Jaldún. Bajo cualquiera de sus dos fórmulas, más allá de su uso ideológico inicial, vino a expresar una ley histórica: ninguna organización del poder escapa a la incidencia de variables exteriores o internas, susceptibles de provocar su sustitución por otra, e incluso su destrucción. Tal constatación es válida tanto para el imperio babilónico, que suscitara la profecía de Daniel, como para los relevos en la hegemonía mundial experimentados durante los últimos siglos. Y no porque intervengan elementos metahistóricos, aun cuando el azar, la fortuna de Maquiavelo, pueda en ocasiones desempeñar un papel decisivo, sino porque el marco en el que se mueven los sujetos de la historia es cambiante, y así factores tecnológicos, económicos o militares pueden provocar a corto y a medio plazo un vuelco en las relaciones de poder anteriores. A veces de forma traumática, como fue el caso hace un siglo de la confrontación entre las potencias imperialistas, prolongada en una segunda fase, aún más destructiva, hasta el fin de la II Guerra mundial.
Tampoco cabe excluir una transferencia de poder, por razones fundamentalmente económicas, donde la nueva hegemonía sea alcanzada sin eliminar la precedente, convirtiéndola en aliada, y, hasta cierta medida, en subalterna. Es lo sucedido a lo largo del siglo XX con la sustitución de Inglaterra por Estados Unidos como primera potencia mundial. En la estela de ese predominio del imperio norteamericano se inscribe la construcción de Europa desde 1945, arrancando del Plan Marshall, con una dependencia inevitable, especialmente en el campo militar (OTAN), que garantizaba una estabilidad —la Europa balneariode la que habló alguna vez Javier Pradera—, cargada, eso sí, de alto riesgo, dada la presencia amenazadora del bloque comunista dominado por la URSS. Pero estabilidad al fin, que con la caída del comunismo no dio lugar al esperado fin de la historia, sino al estallido de nuevos conflictos y al anuncio de mutaciones decisivas en las relaciones de poder mundial.
Con China al frente, entran así en escena nuevas formas de capitalismo, donde la identidad en tecnología, la alta productividad y la diferencia de salarios garantizan un crecimiento en flecha y una competitividad imposible de sostener. El despegue de Japón fue ya un anuncio de lo que había de suceder, resuelto favorablemente por medio de la integración, pero la nueva oleada de potencias emergentes, con China como vanguardia, ha roto definitivamente el equilibrio. Estados Unidos tiene los recursos, de capital, tecnología y energéticos, para sostener por ahora el reto. Europa, simplemente, no.
La URSS fue en su día descrita como una fortaleza asediada; la Unión Europea lo está ahora, pero desde el punto de vista del mantenimiento de su participación en la economía mundial y de la supervivencia del Estado de bienestar, logrado a costa de una sucesión de luchas sociales desde mediados del siglo XIX hasta la década de 1970. Nada tiene de extraño que sea ahora cuando afloren las insuficiencias y las contradicciones de una construcción europea que de modo inevitable tuvo que avanzar a paso de tortuga para ir sorteando los obstáculos derivados de la resistencia de los Estados a ceder soberanía y de la propia dinámica de expansión (incluida la reunificación de Alemania, a la que todos contribuyeron con generosidad). Resulta asimismo lógico que en una coyuntura de crisis, el malestar se dispare en todas las direcciones, y que el llamado “euroescepticismo” cale en las capas populares, tanto en la forma de radicalismo anticapitalista como en la de una xenofobia que propugna el retorno al Estado nacional, el fin del euro y un cierre agresivo frente al exterior (inmigración, islamofobia). Las elecciones del día 25 nos darán el alcance de ese desgaste, que no sólo afecta a la idea de Europa, sino también a la conciencia democrática.
Y es que insuficiencias las hubo, y no sólo las inevitables debidas a lo incompleto de la construcción, ceñida fundamentalmente a los aspectos monetarios y financieros. La expresión “burocracia de Bruselas” es algo más que simple retórica. Si bien en cuanto a la distribución del poder una solución fue alcanzada, aunque con costes muy altos, al consagrar la hegemonía del Gran Contribuyente, la Alemania hoy de Ángela Merkel, el distanciamiento de las realidades nacionales se hizo cada vez más evidente. La Unión reaccionó al llegar las crisis, de Grecia, de Portugal, de Italia o de España, pero lo ignoró todo hasta entonces, cuando existían sobrados indicadores de que estos países vivían muy por encima de sus posibilidades (nuestro delirante “ladrillo”). Nada hizo la Unión hasta que llegaron al abismo, y desde ese momento la solución efectiva se limitó a imponer amputaciones, único medio de estabilizar la situación, pero para algunos ya sumidos irremediablemente en la ruina.
En el debate entre los dos aspirantes a presidir el Parlamento Europeo, el conservador Juncker se limitó a insistir sobre la receta vigente de estabilidad financiera. El socialdemócrata Martin Schulz añadió la exigencia de que a la estabilidad le acompañase una política de crecimiento, orientada ante todo a la lucha para disminuir el paro juvenil. Sólo que esta segunda opción sólo podrá ser llevada a cabo a escala de la Unión Europea, ya que todo intento de alternativa desde un Estado, caso de la Francia de Hollande, está condenado a un rotundo fracaso, y la Merkel no está dispuesta a ceder: con su política restrictiva, el bloque dominante de la UE sobrevive; el coste para los demás parece secundario. En definitiva, estamos ante una estrategia de adecuación a ese declive de Europa en el sistema económico mundial, con la posibilidad de lograr detenciones transitorias en la caída, pero sin evitar la erosión de la ciudadanía social alcanzada previamente por los europeos.
No sólo es la economía la que se resiente de la línea adoptada. Las recientes crisis informan de que desde esa primacía absoluta de los intereses económicos a corto y medio plazo, la Unión Europea se revela incapaz de afrontarlas con un mínimo de coherencia. El mejor ejemplo es lo que está sucediendo con la destrucción de Ucrania. Ante todo, al desconocer cuál iba a ser la jugada de Putin, una vez que la movilización popular en Kiev dio en tierra con el Gobierno antieuropeísta de Yanukovich. Primero en Chechenia, luego en Georgia, Putin había dejado clara su voluntad de restaurar la esfera de poder soviético, ahora sobre base nacionalista gran rusa, sin excluir el recurso a la manipulación (movilización de los rusófonos) y a la intervención armada. Así, la aprobación inmediata del vuelco en Kiev, el anuncio de sanciones que no van a ser aplicadas, el distanciamiento de Obama, han constituido toda una demostración, tanto de impotencia y desconocimiento estratégicos como de muestra de total subordinación a los intereses económicos inmediatos. La OTAN anuncia que no tolerará el ataque a los territorios de sus miembros, lo cual implica que Putin puede hacer cuanto desee en Ucrania, hasta jugar con una aparente neutralidad, ya que las minorías armadas en el Este rusófono bastan para resolver la situación.
A menor escala, la reconciliación con Cuba sería otro ejemplo. Nada ha cambiado, en cuanto a política represiva del castrismo, desde que la Unión introdujo la “posición común” frente a la dictadura, pero contratos para inversiones mandan, bajo la falsa cobertura de una discusión sobre derechos humanos, que de antemano se esconde bajo “política y gobernanza”. Y que nunca tendrá lugar. Ni siquiera piensa la UE en requerir de Estados Unidos algo bien concreto: la supresión formal del embargo a Cuba.
Nuestro barco es, en todo caso, Europa.
Antonio Elorza / @antonioelorza