Aunque casi nadie se acuerda de ellos, todas las grandes historias de un éxito científico tienen siempre un perdedor. Y en la cadena de carambolas que cimentaron la teoría del Big Bang esa figura le corresponde a la mente más visionaria y quizá el cerebro más brillante de la época: el poco menos que olvidado astrofísico de origen ruso y nacionalizado estadounidense George Gamow. A él le pertenece -tras afinar las ideas del sacerdote y astrofísico belga Georges Lemaitre- buena parte de la propuesta inicial del origen del Universo como una expansión repentina de la masa del Cosmos desde un único punto: el llamado Ylem en la teoría de Gamow, quien tomó el nombre de la sustancia fundamental de la materia de Aristóteles.
Pero su aportación no se quedó sólo en eso. También predijo que si se miraba al espacio con suficiente profundidad, se podrían encontrar restos de la radiación cósmica de fondo provocada por el Big Bang. Es decir, el eco electromagnético producido por el incipiente Universo. Poco después incluso llegó a sugerir que estas huellas podrían ser detectadas por la antena de los Laboratorios Bell en Holmdel (Nueva Jersey, EEUU), en la que trabajaban afanosamente dos jóvenes físicos de apenas 30 años llamados Arno Penzias y Robert Wilson. La mala suerte hizo que ni ellos ni los científicos que trataban de encontrar esta radiación de fondo desde la Universidad de Princeton leyeron el artículo de Gamow.
Los encargados de calibrar la gran antena de Holmdel llevaban semanas intentando ponerla en funcionamiento, pero había un ruido de fondo que hacía imposible el trabajo. Probaron todo tipo de medidas para tratar de eliminar aquellas interferencias: orientaron la antena en todas direcciones, probaron de día y de noche, revisaron el sistema eléctrico, forraron con cinta aislante las juntas y remaches de la antena, limpiaron enchufes… Y cuando ya no se les ocurría qué más hacer, desmontaron todos los instrumentos de la antena y los volvieron a montar desde cero. El ruido no desaparecía.
El silbido eterno
Aunque Penzias y Wilson no leyeron el trabajo de Gamow, sí averiguaron que un equipo científico de la Universidad de Princeton dirigido por Robert Dicke -fabuloso experimentador que contribuyó, entre otras cosas, al desarrollo del radar- llevaba tiempo detrás de la radiación cósmica de fondo predicha por el astrofísico de origen ruso. Después de poner patas arriba la antena en varias ocasiones, el origen cósmico era ya la última esperanza de Penzias y Wilson, aunque de eso no tenían ni idea.
Cuando telefonearon a Dicke para explicarle el problema con la antena por si él les podía ayudar a eliminar aquel incesante ruido, el físico de Princeton se dio cuenta inmediatamente de lo que habían encontrado los jóvenes Penzias y Wilson. Dicke colgó el teléfono y les dijo a sus colegas de laboratorio: «Bueno, muchachos, se nos acaban de adelantar», según cuenta Bill Bryson en su obra Una breve historia de casi todo (Editorial RBA Libros).
Esta semana se han cumplido 50 años de aquel descubrimiento casual cuyos autores no buscaban, no sabían lo que era y no fueron capaces de interpretarlo, tarea que le correspondió al equipo de Dicke en un artículo paralelo al del hallazgo del Fondo Cósmico de Microondas publicado ya en 1965 en la revista Astrophysical Journal. Aquella carambola científica hizo que Penzias y Wilson ganaran el Premio Nobel en 1978. En cambio, Dicke tan sólo obtuvo alguna que otra palmadita en el hombro por parte de sus colegas y Gamow, que predijo los acontecimientos tal y como ocurrieron, ha sido digerido en la historia de la ciencia por la chiripa de aquellos jóvenes de los Laboratorios Bell. El físico y escritor científico Dennis Overbye aseguró, con bastante mala uva, en su libro Corazones solitarios en el cosmos (Planeta) que Penzias y Wilson no entendieron lo que significaba su descubrimiento hasta que lo leyeron en el periódicoThe New York Times.
Lo que estaban viendo con su antena era la luz más antigua del Universo, los primeros fotones que se crearon cuando el Cosmos se expandió lo suficiente como para permitir que se desacoplaran la materia y la radiación y ésta pudo por primera vez circular libremente por un joven Universo de tan sólo 380.000 años de antigüedad. Lo que ocurre es que, tal y como predijo Gamow, la distancia y el paso del tiempo habían convertido aquellos primeros fotones en microondas que la antena de Penzias y Wilson era capaz de captar.
Alan Guth, el padre de la teoría de la inflación del Universo que plantea el crecimiento aceleradísimo del Cosmos en las primeras fracciones infinitesimales de segundo tras el Big Bang, hace en su obra El universo inflacionario (Debate) una analogía muy útil para entender el alcance del hallazgo de la radiación cósmica de fondo o Fondo Cósmico de Microondas, como lo llaman los astrofísicos. Según Guth, si mirar en los abismos del Universo fuese como asomarse y mirar hacia abajo desde la planta 100 del Empire State de Nueva York, cuando Penzias y Wilson hicieron su descubrimiento las galaxias más lejanas que se habían detectado estarían en la planta 60 y los objetos más lejanos, los cuásares, estarían en la 20. Nadie había llegado más abajo. Las ondas detectadas por los jóvenes físicos de los Laboratorios Bell llevaron el conocimiento del Cosmos hasta poco más de un centímetro del suelo del vestíbulo del rascacielos.
La luz más antigua
Precisamente, hace pocas semanas los resultados de un potente detector situado en el Polo Sur, el BICEP 2, aseguraban haber encontrado la prueba que demostraba la teoría de la inflación de Guth y, por tanto, que confirma la teoría del Big Bang. De un golpe, el estudio del Universo se situaba a milésimas de milímetro del suelodel vestíbulo en la metáfora del propio Alan Guth.
«Es apasionante que tengamos pistas de cómo era el Universo cuando tenía sólo la trillonésima de la trillonésima de una trillonésima parte de un segundo de edad y estaba exprimido hasta tener un tamaño microscópico», aseguró el astrofísico de la Universidad de Cambridge y Astrónomo Real de Reino Unido, Martin Rees, a EL MUNDO durante una reciente visita a Madrid. «Pero creo que tenemos que esperar hasta que el satélite Planck verifique si esas medidas son correctas. Si tuviera que apostar mi dinero, sólo lo harían en un 50%», dice Rees.
De hecho, él no es el único que cree que los resultados de BICEP2 necesitan ser confirmados y hace pocos días el científico del Laboratorio de Física Teórica de Orsay (Francia) Adam Falkowsky provocó un gran revuelo en la comunidad científica al poner en duda el hallazgo de las ondas gravitacionales que suponen el eco del Big Bang.
Un proceso tan energético como la inflación cósmica tuvo que producir perturbaciones en las ondas gravitacionales primordiales y éstas tuvieron que haber dejado una huella en la polarización -los planos en los que se propaga la oscilación del campo eléctrico- del Fondo Cósmico de Microondas. Y esa huella ha de tener un patrón específico que sólo podría haber sido producido por un proceso como el de la inflación. Y eso es lo que encontró BICEP 2. «El problema es que la Vía Láctea emite en el mismo rango de las microondas que detectó BICEP 2 y contamina los resultados», explica Ricardo Génova, investigador del Instituto Astrofísico de Canarias (IAC).
Por ese motivo, se hacen tan necesarios los resultados que aportará la misión Planck a finales de este año y que permitirán caracterizar la contaminación de la Vía Láctea para saber qué aportación tiene a las medidas del Fondo Cósmico de Microondas. Y España también juega un papel importante en ese campo. El experimento Quijote, del IAC, es el único en Europa que trabaja para caracterizar la polarización de esa contaminación y ayudar a limpiar los resultados obtenidos de la radiación cósmica de fondo.
Los Laboratorios Bell han aprovechado el aniversario para lanzar unos premios científicos a la innovación. Quieren recuperar el lustre perdido y devolver a la institución al lugar que ocupaba hace 50 años, cuando Penzias y Wilson escucharon los primeros latidos del Universo.
[Fuente: elmundo.es]