Aunque tiene lugar en la era de la alta tecnología y las redes sociales, el congreso del Partido comunista chino en Pekín es un universo extraño donde se dan cita ritos inamovibles, dignos de las más auténticas «democracias populares» comunistas.
Cuando el visitante llega a la plaza Tiananmen en un taxi con los cristales temporalmente bloqueados para impedir una hipotética entrega de panfletos «reaccionarios», lo primero que salta a la vista es el decorado digno de la época estalinista del Gran Palacio del pueblo.
En el interior todo está organizado en sus más ínfimos detalles, incluso el desplazamiento de las personas encargadas de llenar las tazas de té para los 2.300 delegados.
Repartidos en inmensas salas, decoradas de murales con temas poéticos sacados de las obras de Mao, los congresistas aparecen como simples figurantes: en efecto, la transición del poder chino es sólo cuestión de un puñado de dirigentes.
Ni un solo delegado emite opinión que no esté en la línea oficial. En una puesta en escena muy bien rodada, aplauden cuando la voz del orador adquiere un tono declamatorio.
Los delegados pertenecen en general a la etnia Han, mayoritaria en China. Vestidos de traje oscuro y corbata, llevan el nombre escrito en una etiqueta roja con la hoz y el martillo colocada sobre el pecho al lado izquierdo.
Los representantes de las minorías tibetana o uigur, por ejemplo, lucen vistosas vestimentas que no usarían jamás en tiempo normal: tocado de piel o con cascabeles, botas de piel y adorno de perlas. Solo les falta la ‘yurta’ o el caballo para recordar sus orígenes nómades.
En este palacio, el presidente Hu Jintao leyó su informe al 18º congreso, titulado ‘Seguir de manera resuelta la vía del socialismo a la China y luchar para culminar la construcción in extenso de la sociedad de mediano bienestar’.
Una jerigonza recitada en un silencio sepulcral, frente a una asamblea que sigue línea por línea el texto destinado a marcar su época.
«En un momento, pensé que se había puesto a llover. Pero era el ruido de las páginas que pasaban al mismo tiempo los delegados», relató un periodista extranjero a pesar de ser un habitual de las soporíficas conferencias oficiales chinas.
Un extracto selecto: «Nacido de la combinación del marxismo y de las realidades de la China contemporánea y las características de nuestra época, en tanto que expresión concentrada de la concepción del mundo y de la metodología marxistas en materia de desarrollo, el concepto de desarrollo científico dio nuevas respuestas».
En reemplazo de esta sarta de lugares comunes, los telespectadores prefirieron la visión de Jiang Zemin, el exjefe del Partido, de 86 años, instalado en medio de los dignatarios del régimen.
Aquel cuya muerte había sido anunciada equivocadamente en julio de 2011 por los medios de Hong Kong volvió de ultratumba, con el cabello teñido de un color entre pelirrojo y habana, que a pesar de la censura, fue tema de burla entre los internautas. «Díme abuelo, ¿cual es el papel que nos interpretas?» escribió uno de ellos, Xiakaimao. «Con tu pelo amarillo, ¿estás en el Gangnam Style?»
El 8 de noviembre de 2002, al iniciarse el 16º congreso, Jiang, secretario general saliente, se había comprometido a «facilitar el acceso del capital privado chino», «promover las reformas políticas, pero sin copiar los modelos políticos occidentales» en una China donde la corrupción amenazaba al partido de «autodestrucción», había declarado.
Diez años después, su sucesor, el saliente Hu Jintao, repitió casi palabra por palabra los mismos temas.
El acontecimiento da lugar a momentos de televisión inolvidables. Como la lista de las 247 personalidades del presidium del congreso, leída en su totalidad en el informativo de la tarde.
«Queremos comprender el sistema democrático de China» se interroga uno de los 1.700 reporteros internacionales acreditados para el congreso, llegado de Níger.