Migdalia Díaz no es particularmente rica, pero a partir de hoy, será espectacularmente pobre. Migdalia nació en Cúa, creció en Caracas y ahora, a las seis de la tarde de un gélido, gélido invierno madrileño, está “echando el cierre” como se dice por aquí en “Las Españas” (bajando la santamaría diríamos por allá) por última vez a lo que hasta ayer fue “su gran negocio”. Migdalia hoy le echa el cierre a sus sueños.
Ella es una de los miles de inmigrantes venezolanos que han cometido el terrible error de confiar su futuro a una franquicia. Y el desastre de esta franquicia fallida representa para Migdalia (igual que para la inmensa mayoría de los exiliados venezolanos) no solo la pérdida de 100.000 y pico euros, sino la desaparición de todo su capital, la vaporización de una oportunidad de vivir dignamente en un futuro cercano, y el aterrizaje forzoso en una situación de semi indigencia para ella y lo que es peor, para sus tres hijos.
Un negocio infalible
Ese 28 de noviembre de 2016, en Las Tablas, Migdalia cerró su “negocio infalible” (así fue como se lo vendieron) y abrió una deuda de 26.000 euros con el fisco español, dos multas que superan los 5.000 euros cada una, prestaciones y salarios caídos por importe de 15.000 euros, inventario y proveedores con facturas pendientes rondando los dramáticos 50.000 euros y pare usted de contar. Además, durante todo ese tiempo esta madre y sostén de familia fue acumulando deudas personales: de coche (carro) piso (apartamento) y de alimentación. Gastos del día a día, gastos de vivir. El local nunca dio ni un centavo de ganancia.
El día del cierre, como es lógico, el mundo se le venía encima a la criolla. Por supuesto, las lágrimas no faltaron, pero si escasearon. Migdalia tenía meses que no paraba de llorar y ya estaba, literalmente, medio seca. El desastre lo vio venir en cámara lenta, pero como los músicos del Titanic a Migdalia no le quedó más remedio que sonreír y seguir con la función, había apostado todo a ese negocio, todos los huevos los tenía metidos en una única y precaria canasta. Mientras los días pasaban, las citaciones de la alcaldía llegaban y los clientes no. Y sus ahorros de toda la vida se esfumaban, sus deudas crecían “a paso de vencedores” y todas sus ilusiones saltaban por la ventana.
En el caso de la Sra. Díaz la franquicia era un conocido, y en teoría popular, restaurante/bar de tapas que ofrece una experiencia de tapeo “vasca” a precios de McDonald. La propuesta de los apoderados detrás de esta franquicia es sencilla “Esto es infalible, todo te lo damos ya hecho. El estudio de mercado, las instalaciones del local, toda la permisología, la estructura de costos, nosotros somos los proveedores del producto, hasta el personal te lo podemos entrenar si lo quieres” La realidad es muy diferente.
El marrón
Desde el día primero Migdalia notó que algunas cosas “no cuadraban”. Las luces se apagaban a intervalos, la cocina no parecía tener salida de humos, el proveedor de cerveza le mencionó algo de una deuda del anterior dueño “porque en esta calle la cosa está muy chunga, hay muy poco cliente”, los camareros contratados le comentaban que la máquina lavavajillas “era una mierda, no lava y fuga” y que “La barra está mal hecha. Esto así no sirve para los sifones, se bota cerveza y se empapa todo” y muchas otras cosas así. La venezolana, preñada de emprendimiento, desestimó todas las alertas y pensó que se debía a que los españoles “Viven muy cómodos, ya no quiere arriesgarse, no quieren trabajar”. La realidad era otra.
En los últimos años en España se ha desatado el furor de venderle franquicias a los extranjeros. En especial a los Venezolanos. Franquicias que van desde lavanderías, tiendas de call-center, restaurantes y locales de comida rápida, hasta academias de idiomas y pare usted de contar. Todos estos negocios se publicitan bajo la misma premisa “Esto es infalible”. Los vendedores de estas franquicias, y los apoderados que representan, aparecen en congresos, dan conferencias, hacen reuniones “informativas” y sobre todo, pescan potenciales clientes en las redes sociales. En especial potenciales clientes atormentados por la idea de cambiar de vida. Cuando la víctima está desesperada, cualquier espejito se puede cambiar por oro.
La estrategia de ventas de estas franquicias tóxicas es la de saturar al interesado con cifras, números, datos. Mostrar interminables estructuras de costos que siempre, siempre, arrojan un balance positivo. Asegurar que existe un riesgo, claro que sí, pero “es mínimo” para rematar luego con la excusa preventiva “Si esto no le funciona, es porque usted no lo supo hacer”. El modelo de negocio se presenta, con claridad, como una apuesta segura que “una vez que está rodando ya va produciendo por cuenta propia”.
La realidad está en que muchas de estas franquicias ni son remotamente rentables para el franquiciado, ni están bien montadas a nivel de infraestructura, ni posee toda la permisología que deberían, ni sus estructuras de costos son las reales.
Alejandro Vásquez montó una franquicia inmobiliaria. La compró desde Caracas. Metió 300.000 euros en eso. Todo el dinero de su familia. Vendieron casa, carros, motos, joyas, muebles, electrodomésticos, ropa. Lo vendieron todo. Luego, por encima, tuvieron que pedir prestado. Así, ya endeudados, montaron una conocida firma inmobiliaria en el norte de Málaga. Fue un desastre. El “fluido mercado inmobiliario” que le pintaron no era tal. La zona no se movía.
El dinero no llegaba. Vásquez no acumuló muchas deudas porque el negocio como tal, tenía un mantenimiento bajo “Durante el tiempo que la tuve pague los tres salarios de los que trabajaban, el alquiler del local y la luz” pero el dinero no entró jamás.
El venezolano sacó entonces sus propias cuentas “Viendo la vaina me puse a revisar y a calcular. Eso no iba a repuntar jamás. Si yo seguía con la franquicia me iba a quedar sin el dinero que había metido y sin dinero para vivir. Mi familia se iba a quedar en la indigencia, así de sencillo. La verdad pana, no me siento orgulloso de lo que hice, pero que coñ…. ¿Qué más iba a hacer? Era eso o fallarle a mi familia y dejarlos en la calle”
Lo que Vázquez hizo es lo que muchos han tenido que hacer: re-venderle la franquicia a otro, “meterle el marrón” a otro venezolano. Así, sin quererlo, Vásquez pasó a formar parte de la “rueda del engaño” sobre la que operan estos supuestos “negocios”.
Asistió a reuniones de la franquicia, buscó potenciales nuevos franquiciados, manejó las mismas cifras falsas con las que lo habían engañado a él dos años antes y terminó convenciendo a una nueva alma, para caer en la trampa. En el proceso, Alejandro Vásquez perdió 100.000 y tantos euros. Pero puede sentirse “bendecido y afortunado” porque salió del “marrón” y aún puede seguir intentando arrancar una nueva vida en el exilio.
Jorge Millar Puig, un castellano castizo hasta la médula, es uno de los que opera vendiendo estas franquicias. Con un té en la mano Millar Puig explica “Muy mal tiene que estar la cosa en Venezuela, para que estén tan desesperados. Te lo digo tío, ustedes son muy fáciles. Los venezolanos son la presa”.
Y no se equivoca. Los venezolanos son la víctima predilecta de las franquicias tóxicas. Una “presa” en la que nos hemos convertidos por las particularidades de nuestra inmigración.
El inmigrante criollo viene con aspiraciones y sueños que otros hermanos latinoamericanos, más conscientes de la realidad, no tienen. Los colombianos, hondureños, ecuatorianos y bolivianos, por nombrar algunos, llegan a España claros de que vienen a trabajar y a ahorrar. Que su inmigración es transitoria. Que vienen de empleados y que se irán luego de “Hacer las Españas” de vuelta a sus países de origen para vivir con sus familias en una condición mucho mejor.
El venezolano viene a España a vivir. No tiene retorno. Y comete el error de pretender recuperar, en tiempo récord, el estatus quo que siempre tuvo (o que siempre deseó tener). El venezolano llega y quiere piso. El boliviano, sabio, alquila habitación. El venezolano llega y quiere coche. El colombiano, listo, viaja en Renfe. El venezolano aterriza en Barajas y llega empresario “Vengo a montar un negocio”. El peruano, humilde, entiende que aquí hay espacio para el que venga a trabajar y “ya luego Dios dirá”.
“Nunca me ha sido tan sencillo colocar las franquicias como cuando trato con los paisanos tuyos. Están pidiéndolo, rogándolo. Con los venezolanos la venta no la hago, la confirmo. En los ojos se les ve que ya compraron. Que la venta ya estaba hecha. No hay que argumentarles casi nada porque quieren creer, necesitan creer que esto funciona… yo creo que allí es que se estrellan… mira esta franquicia (nombra la franquicia en cuestión) no es “la ostia”. Tiene sus temas. A ver… todas tienen sus temas.
Sobre todo si no te sabes manejar con las leyes de aquí. Y los tuyos están indios tío, no tienen ni idea. Y quieren salir de todo rápido y que les tramite el consistorio (la alcaldía) todo a tiempo record. Jode.., aquí no es así. Ni tampoco se puede sobornar a nadie. Y van y lo tratan. Y se meten unos marrones espectaculares” explica Millar Puig a modo exculpatorio. Para el vendedor español, los venezolanos fracasan porque no entienden el mercado español y no respetan las leyes.
Migdalia Díaz no estaría de acuerdo con Millar Puig. La criolla recibió un bar que no tenía la salida de humos legalizada, con una potencia eléctrica que no era la necesaria, que tenía un entarimado mal montado el cual, por razones de seguridad laboral, hubo que levantar y volver a poner a coste de 7.000 euros y tres semanas en obras. Un bar que manejaba una clientela potencial mínima, incapaz de cubrir los costos operativos por estar ubicado en una calle residencial que no tenía, ni de lejos, el tráfico que le habían asegurado que poseía. Un bar que cualquier restaurador, cualquier persona del oficio, hubiese derribado para construir un solar. Un bar insalvable.
Díaz, asegura, fue estafada. Café de por medio, sentados en Las Tablas, Díaz saca las cuentas de su debacle: más de 200.000 euros entre multas y deudas. Antes de irnos, esta madre de familia sonríe escuetamente, se persigna y suelta “Por lo menos conseguí trabajo. Gracias a Dios. Mañana arranco a repartir pizzas en (nombre de franquicia) como motorizada. Son menos de 1000 euros al mes. Va a ser jodido para cuatro y con todas las multas y las deudas, además nunca he manejado moto, pero mijo pa’ lante”.
*Los nombres de este artículo son ficticios, las ubicaciones también. Las historias no.
Frank Calviño – loqueteconte.com.
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