Para Harold Hackett, un canadiense que habita en la isla Prince Edward, en la costa atlántica, la expresión “arrojar una botella al mar” es más que una metáfora, es una realidad ritual cotidiana que ha hecho de él un personaje singular.
Durante casi veinte años Hackett se ha dedicado a confiar sus solicitudes de amistad no a Facebook, sino al vaivén y el humor de las aguas océanicas, esperando que su modesto pero resistente transporte llegue hasta la persona indicada —quienquiera que esta sea.
Desde 1996 ha arrojado 4800 botellas y recibido más de 3100 respuestas (algunas incluso varios años después de que hubiera lanzado su botella), más de 3000 desconocidos destinatarios de todo el mundo que repentinamente se convirtieron en remitentes, comenzando así a establecer con el canadiense una relación única y enternecedoramente anacrónica en estos tiempos en que la comunicación global se consigue con unos cuantos clics y los dispositivos apropiados.
“Nunca creí que tendría tantas de regreso”, dice Hackett, “Simplemente adoro hacerlo al viejo estilo”.
Pero si ya es, de alguna manera, recompensa suficiente saber que alguien allende el mar y las fronteras será feliz por un momento al recibir unas cuantas palabras suyas, Hackett confiesa que también ha obtenido de esto que él considera un hobby algunos beneficios adicionales: “Usualmente me llegan unas 150 tarjetas navideñas, regalos navideños, souvenirs”.
Quién sabe, quizá rescatar algunos de esos viejos métodos de comunicación nos acarrearía más y mejor compañía que las redes sociales que tanto nos han fascinado en los últimos años.