Después de perseguir al conejo blanco, Alicia se descubrió a sí misma en un mundo de absurdos y paradojas, que ponían a prueba la lógica más elemental. Asumiendo que todos conocen la historia, me limitaré a recordar que esta ¿inocente? niña debió enfrentarse a un entorno donde todo lo establecido carecía de sentido y en cada una de las formas de interacción social escaseaba la coherencia.
Debo confesar que durante mi adolescencia pensaba que sólo una imaginación sobre estimulada como la Charles L. Dodgson (o Lewis Carroll, como prefieran) podría describir el absurdo de manera tan perfecta. Hoy en día basta con leer cualquier página web de noticias para darse cuenta que la realidad puede ser superior a la ficción, haciendo trizas nuestra capacidad de asombro.
Imaginen el giro dramático que habría tomado la historia de Carroll si, en vez de llegar al País de las Maravillas, Alicia hubiera llegado Venezuela. La genialidad del escritor se hubiese desbordado hasta la locura, tratando de describir cómo las autoridades responsables de velar por los derechos fundamentales de los ciudadanos señalan a la televisión como responsable de la violencia despiadada que tiñe las calles de sangre inocente.
Casi puedo ver al Sombrerero Loco argumentando que la culpa de la escasez la tienen las amas de casa, que compran más harina Pan de la que pueden comer, y a la Oruga Azul resoplando su largo cigarrillo mientras revela que los turistas venezolanos, especialmente los que viajan para Miami, tienen el poder de desfalcar a un país petrolero.
La pobre Alicia habría quedado ¡loca! al escuchar que Magallanes quedó campeón gracias a una chequera, o que el sistema eléctrico nacional está indefenso ante los ataques nucleares de una iguana alienígena inmune a las balas.
Imaginen por un momento a la rubia protagonista de esta historia haciendo una cola de cuatro horas bajo el sol para comprar un kilo de leche, mientras oye a lo lejos, en la radio a pilas de un vendedor de chicha, una emisora comunitaria en la que repiten frenéticamente que hemos alcanzado la felicidad suprema.
Es que si Carroll hubiese sido un venezolano de hoy, y pudiera inspirarse en el entorno que nos arropa, su libro solo habría podido llevarlo al cine Stanley Kubrick o la persona que tuvo la idea de crear la publicidad aquella de la funeraria guatemalteca que tenía chicas “sensuales” disfrazadas de San Nicolás que sonreían dentro de un ataúd.
Mi mamá siempre dice que desde que se inventaron las excusas todo el mundo queda bien. Lo más lamentable de esta situación es que la cultura de las excusas parece haber permeado hasta los niveles más elementales de nuestra cotidianidad. Conozco casos de estudiantes que argumentan que no pudieron preparar una exposición porque les llegó visita la noche anterior, y trabajadores que esperan que sus jefes entiendan perfectamente su ausentismo laboral, porque están ocupados organizando la velada para conmemorar sus tres meses de noviazgo.
La celebración del “no cumpleaños” que refiere Carroll en su obra se queda en pañales ante la lógica que encierran los argumentos que dan, no solo el gobierno, sino (lamentablemente, hay que decirlo) muchos ciudadanos.
Es por eso que todos los días doy gracias a mis padres y a todos los profesores y jefes que, durante mi formación y ejercicio profesional, me dieron como respuesta algunas frases chocantes como: “ese no es mi problema” o “resuelve”.
Todos ellos me enseñaron a hacerme responsable de mis actos y sus consecuencias. Me hicieron entender que mis despechos, resacas y caprichos eran una circunstancia con la que tenía que lidiar yo solita, sin la posibilidad de involucrarlos en la comprensión de justificaciones incoherentes a mi eventual falta de madurez y compromiso conmigo misma y con la sociedad.
Sería bueno escuchar, por lo menos de vez en cuando, que nuestras autoridades reconozcan sus errores y den manifestaciones claras de humildad a través de esfuerzos sinceros por corregirlos. Pero no. Ellos nunca tienen la culpa de lo que está pasando. Ni siquiera un poquito.
Últimamente me he identificado mucho con Alicia. Por más que trato no entiendo ¿por qué los pranes (supuestamente castigados por la ley) se dan la gran vida que no puede darse un ciudadano decente que debe esconderse tras las rejas de su casa apenas se oculta el sol, para conservar la vida?; ¿por qué la seguridad social en mi país es un chiste?, ¿por qué aunque tenga el dinero no puedo comprar las cosas que necesito o quiero?, ¿dónde está el delito por tomarse una foto con Mickey?…
Intento aferrarme a la esperanza de no conseguir una respuesta mediocre, pero lamentablemente lo que consigo son excusas que no entiendo, valores invertidos, una resaca ideológica absurda que desafía, altanera, el sentido común.
Debo ser sincera. Me duele ver como muchos compatriotas celebran las colas para comprar comida porque, según ellos, sirven para hacer relaciones sociales. Me indigna escucharlos decir que las víctimas de la delincuencia se buscaron ser atracadas, porque nadie las mandó a comprarse un buen teléfono. Osea, que el problema no es que haya delincuencia, sino que uno “se la pone fácil” al malandro. ¡Coño, tremenda excusa! …Que consuelo para los que vivimos en El País de las Maravillas, …un país al revés.
María José Flores @MarijoEscribe
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de su autora: Marijo.es