Algo más que palabras: «¿Por qué Dios se hizo niño, si es que se hizo niño?», por Víctor Corcoba Herrero

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Víctor Corcoba HerreroLlegamos a un momento en que todo parece revestirse de magia; no en vano, el corazón es un niño, siempre en afán de búsqueda. Nuevamente vuelve a conmovernos la estrella con su milenaria luz, la vida misma con su abecedario de músicas y sus variados conciertos, el esplendor de unos hechos y la nostalgia de que nada es lo mismo. De nuevo retorna a nosotros ese espíritu navideño, entre la añoranza y la ilusión, lo que pudo haber sido y no fue, o si lo fue, no lo supe meditar, o sí, que de todo hay en la viña del mundo. En cualquier caso, siempre es buen momento para hacer silencio y compartir con soledad nuestros pensamientos.

Desde luego, si compartiéramos más la voz de los que no tienen voz, la sencillez y la naturalidad de lo que soy, la sabiduría del que no tiene estudios, pero que ha tomado lección de la cátedra de la vida y lleva consigo el espíritu de la sinceridad, estoy convencido que tendríamos otro interior más feliz. Ciertamente, nos han injertado en vena tanta hipocresía que, más que vivir, morimos rodeados de maldades. El día que pensemos que más vale un minuto de existencia franca, que todo un año de farsa, será el inicio del auténtico cambio. Pienso, que ha llegado el momento de que la humanidad no se deje eclipsar por los falsos dioses, y profundice en el ser de las cosas, que es en el fondo lo que necesitamos saber. Las realidades son muchas, pero la verdad es una y única como Dios.

Evidentemente, sí Dios no fuese verdad, no vale la pena que exista. Necesitamos la verdad para crecer como humanos. Una mística de hondura, como Santa Teresa de Jesús, lo dejó bien claro: «Quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta». Es esa verdad la que prueba mi existencia y la de cada uno de nosotros. Una verdad y una vida que nos pertenece a todos por igual, sea creyente o no lo sea. En su tiempo, se quejaba el escritor Saramago de que había personas que le negaban el derecho de hablar de Dios, porque no creía. Y él decía que tenía todo el derecho del mundo a hacerlo. Claro que sí. Quería hablar de Dios porque es un problema que nos afecta a todos. Así es, es nuestro Creador, y como tal no es propiedad de nadie, y mucho menos del yo encerrado en sí mismo. Indudablemente, tenemos que caminar hacia el descubrimiento de Dios. Este es el itinerario, que no es otro que el amor hacia toda la humanidad. Ahí está el naciente horizonte de vida, esperando esa orientación decisiva de encuentro, no con el poder, ni con la fama, sino con la autenticidad de la donación de sí mismo.

No es fácil este mundo en el que tantas veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza, o incluso con la violencia y el odio, pero para eso somos sujetos pensantes, para poder discernir los caminos. El mismo término amor, lo hemos mediatizado hasta el extremo de volverlo una voz interesada. Quizás, por ello, nos inquiete aún mucho más que Dios se haya hecho niño en este orbe de bárbaros. Además, si Dios, que lo es todo, se volvió insignificante, ¿por qué lo hizo?. Esta es la pregunta que debe interrogarnos. Sin duda, para que podamos sentir el sentimiento de amor más pleno, nos atrevamos a amar la inocencia, indaguemos en la pureza, y volvamos a ser la poesía que acompaña y estremece al pulso de la vida. Cada alma es como un verso que busca unos ojos con los que dialogar. Creo que tenemos que volver a ser amantes de la belleza, para entender este tiempo de luz, propicio para transformarnos por dentro, para abrirnos al mundo y dejar que el mundo nos hable, para escuchar y para dejarnos sorprender. En ocasiones, andamos tan entusiasmados con nosotros mismos, tan esclavos por las cosas tangibles, que no encontramos momento para guardar sosiego y escucharnos, y mucho menos para atender a los que nadie quiere oír.

Hoy tampoco tenemos posada para multitud de personas que llaman a nuestro puerta. No tenemos espacio para ellos. Sin embargo, celebramos la Navidad como si ellos, los abandonados de este mundo, no existiesen. Somos así de necios y de prepotentes. No les hacemos participes de nuestra alegría. Quizás no la llevemos consigo, puesto que hemos hecho del Niño Dios, una propiedad para nuestro antojo. Le hemos despojado de ese amor verdadero y universal. Nos servimos de ese Niño para nuestro divertimento más egoísta. Nada tiene que ver con el pasaje evangélico, de que en la noche santa, Dios mismo se ha hecho hombre, como había anunciado el profeta Isaías: el niño nacido aquí es «Emmanuel», Dios con nosotros. Lo hemos desvirtuado todo. De lo contrario, no se entiende que la pura bondad de un niño nos deja indiferentes. Esta frialdad no se corresponde con el gran gozo de los pastores, al que el ángel se había referido, entrando tan hondo en su corazón que les daba alas. Nuestras prisas son muy distintas a la de los pastores que se apresuraron por llegar a Belén, hoy las cosas de Dios pueden esperar, no así nuestras cosas mundanas por las que perdemos si es preciso nuestra propia identidad.

Pero volvamos al niño, que en estas fiestas contemplamos en el pesebre, es un recién nacido que puso su morada entre nosotros, es el hijo predilecto de Dios que va a vivir entre nosotros, sin poderío ni grandiosidades, viene como un ser indefenso y necesitado de nuestras caricias. Pide nuestro cariño, llama nuestra atención, precisa nuestra ayuda. No quiere de nosotros más que nuestro amor desinteresado. Deberíamos, pues, hacer un mundo más apropiado para los niños. Por desgracia, aún no estamos decididos a respetar su dignidad, ni a asegurarles un bienestar para todos. No podemos celebrar la Navidad, con el espíritu de gozo que conlleva, mientras la pobreza y la falta de acceso a los servicios sociales básicos, facilite que millones de niños se mueran. Nos alegra que las necesidades de los niños dominen el trabajo del sistema de las Naciones Unidas, pero nos preocupa que aún no se priorice la protección de los menores de la violencia, que ciertos grupos armados les recluten, que se comercialice con ellos para todo tipo de inhumanidades en definitiva.

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Por tanto, ¡dejemos que la Navidad nos interpele en nuestro corazón, en nuestra mente! Si en verdad queremos convertirnos la especie en una familia, hemos de reconocernos en la persona que nos necesita, en los que sufren por las miserias humanas, en los desamparados y desprotegidos, en los más débiles y necesitados de cariño. Sólo así viviremos el acontecimiento de la Noche Santa con la paz que Dios ama.

Víctor Corcoba Herrero

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