Inmigrantes latinoamericanos, los que menos quieren nuevos inmigrantes en España

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Ramón Escote, de 57 años, tiene las piernas cortas, el pecho abultado y la camiseta blanca casi negra por las manchas. Lleva unos guantes gruesos de trabajo con los que carga tuberías de un edificio a otro. Llegó a España desde la República Dominicana hace 20 años. Pertenece a los ‘pata negra’ de la inmigración, aquellos que ya tienen la nacionalidad española, y es contundente: “No pueden venir más extranjeros, porque no hay trabajo para nadie”. Su opinión es compartida por “muchísimos inmigrantes, casi todos los que yo conozco: la época de los ‘papeles’ se acabó y los que no los consiguieron ya no deberían conseguirlos”, subraya este albañil que se levanta a las seis de la mañana para dejar lista la comida de sus nietos.

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Desde que comenzó la crisis económica, la cantidad de población emigrante que ha ido virando sus posiciones sobre la llegada de trabajadores de otros países a España es muy significativa. Tanto, que lo difícil es encontrar a alguien que sea partidario de que arriben más personas, especialmente entre los sudamericanos. “Ya no caben más, sobre todo de países como Paraguay o Bolivia o incluso las rumanas, que tiran los precios de las contrataciones y trabajan por tres euros”, dice Silvia, ecuatoriana de 36 años, que ahora se dedica a la limpieza tras haber pasado por varias fábricas. “Están dañando el mercado laboral y perjudicándonos a todos”, observa esta mujer, que remacha: «Lo poco que hay es para los que ya estábamos».

La ecuatoriana Silvia se ofrece «a llenar un bar con toda la gente inmigrante que piensa que ya no deberían venir más extranjeros»

Ninguno de esos argumentos es nuevo y todos se han escuchado en boca de españoles, algunos organizados en formaciones políticas como España 2000. “Tampoco es nuevo que eso lo opinemos muchos emigrantes, pero como a nosotros nadie nos pregunta…”, revela Silvia, que se ofrece a llenar un bar del barrio de Carabanchel de otros extranjeros que coinciden con sus ideas: “Somos muchísimos, España ya no puede acoger más gente de fuera. Eso es así”.

En lo que no entran estas personas consultadas es en valorar fenómenos como los de Donald Trump, en Estados Unidos, o Marine Le Pen, en Francia. Una cosa es disputarse un puesto de trabajo con un igual que te puede dejar en el paro y otra apoyar a una fuerza política que te apunta como problema. “Eso son cosas de racismo y yo sería tonta si fuera racista. Es que no hay trabajo para todos y también va a ser malo para los que vengan porque no irían a encontrar nada”, resume Silvia.

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No hay con qué vivir

“Yo no soy quién para dar mi opinión. Estos temas son muy delicados”, dice el alcalde del palentino pueblo de Páramo de Boedo, el rumano Aure Truta, del PP. Sin embargo, su compatriota María, de 56 años, en paro y extrabajadora de una fábrica de dulces, sí se atreve a opinar: “No es que no deban venir más, es que lo que tenían que hacer muchos es volverse. Yo lo estoy pensando”, sentencia esta mujer de maneras suaves: “No hay con qué vivir”, concluye para reforzar su argumentación, que es más de carácter pesimista que restrictivo: «¡Si es que no hay nada para nadie!», exclama desesperada, antes de lamentarse de que hizo una entrevista «hace tres días y ni siquiera me han llamado para decirme nada».

En diciembre de 2016, el saldo de individuos que llegaron a España con respecto a los que se marcharon fue positivo después de varios años —desde 2010, con su pico máximo en 2013— en los que se iba más gente de la que entraba (algo más de 8.000 personas). “El otro día, en un avión vinieron otros seis nuevos, haciendo trampas”, desliza Ramón, que cree que “le soban la mano a alguien para que los deje pasar porque siguen viniendo con casamientos falsos y visas de turista que no se las cree nadie”.

«Muchos se han aprovechado de las ayudas y siguen prefiriendo venir aunque no haya trabajo», sentencia la boliviana Rosa

Pero no hay tanta unanimidad. Por ejemplo, entre los africanos subsaharianos, esta visión ‘proteccionista’ es muy difícil de encontrar. Es el colectivo que tiene más dificultades para regularizar su situación administrativa y el que tiene a más miembros, por esa causa, buscándose la vida de las más diversas maneras. En definitiva, hay menos ‘estatus’ que conservar. Por ejemplo, Papa Diop, senegalés de 50 años, se muestra muy en desacuerdo con restringir la entrada de nuevos inmigrantes: «Si quiere venir más gente a España, pues que venga. Yo no soy quién para prohibir nada a nadie». Diop cree que «aunque el mercado esté muy mal por la crisis, lo que hay que hacer es compartir y respetar lo que cada uno consiga, haya venido antes o después«. El senegalés, que ahora está centrado en una ONG, asegura que no le gusta la filosofía de «que yo y solo yo esté bien».

Rosa, boliviana de 51 años, sin embargo, aún va más allá en el discurso poco amable con los nuevos inmigrantes: “Daba igual que no hubiera trabajo, seguían llegando porque había muchísimas ayudas y era muy fácil hacer trampas. Se vivía mucho mejor en España sin trabajar que en sus países de origen. También había muchos españoles que hacían trampas”, explica esta mujer, que asegura que Cáritas y otras organizaciones como Cruz Roja antes “no pedían el certificado de aportación y bastaba con que dijeras: ‘Soy pobre, lo necesito’, y así, claro, se presentaba cualquiera y a vivir del cuento”.

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