El hijo de Pablo Escobar «Mi padre me decía que no probara la droga»

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Hace años que Juan Pablo Escobar dejó de ser él mismo para convertirse en Sebastián Marroquín. El primogénito de Pablo Escobar renunció a su identidad después de que el 2 de diciembre de 1993, el llamado Bloque de Búsqueda, perteneciente a las fuerzas armadas colombianas, acabara con la vida del narcotraficante. Cuando Sebastián todavía se llamaba Juan Pablo, era el heredero del fundador del cártel de Medellín. Su padre fue responsable de un imperio levantado sobre el tráfico de cocaína (llegó a controlar hasta el 80 por 100 del volumen mundial), urdidor de múltiples actos terroristas y vinculado directa o indirectamente con la muerte de más de 10.000 personas.

Tras perder al cabeza de familia, empezaron los verdaderos problemas para Juan Pablo, su madre y su hermana: muchos antiguos socios les reclamaban cobrar las deudas que el capo dejó tras su muerte. Así que decidieron salir de Colombia y cambiar sus identidades. Así nació Sebastián Marroquín.

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Pablo Escobar junto a su hijo

Licenciado en Arquitectura e instalado en Argentina, se ha armado de valor para recopilar en un libro los recuerdos de una infancia que transitó de la opulencia a la clandestinidad. La carga de ser el heredero del rey del narcotráfico colombiano, los asesinatos, los encarcelamientos, las negociaciones con las autoridades, las huidas… de todo eso habla Marroquín en «Pablo Escobar: Mi padre» (Planeta). «Lo hago sin titubeo alguno, porque es momento de que la verdadera historia sea finalmente conocida», explica tajante.

«Pasé mi infancia junto a un hombre que siempre se mostró amoroso, que fue mi amigo y mi compañero de juegos. En el hogar,Pablo Escobar era un hombre muy diferente del que estaba en la calle. Hizo mucho daño a mi país, pero a los suyos nos dio mucho amor. Una contradicción que se suma a todas las que tuvo a lo largo de su vida», escribe en un correo electrónico.

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A finales de los años 70 y principios de los 80, la familia Escobar llevaba tal vida de lujo y derroche que casi rozaba el esperpento. Tenían tanto dinero, que se gastaban 2.000 euros al mes en gomas para amarrar fajos de billetes. Marroquín recuerda cómo correteaba entre lagos artificiales y animales exóticos (guardaban hasta 200 especies diferentes) por la «Hacienda Nápoles», la finca familiar. «Se gastó un millón de dólares en un guacamayo, yo le decía que se lo gastara en cuadros», recordó una vez María Victoria Henao, esposa del traficante. Hasta que comenzaron a vislumbrar el lado oscuro de ese hombre «amoroso».

En 1984, y bajo la presión del gobierno, los Escobar se fueron a Panamá y de ahí se instalaron en Nicaragua. Sebastián tenía siete años y sintió que vivía «como un delincuente. Escondido y huyendo de la Justicia». Durante ese tiempo amargo, cuenta que Escobar no descuidó sus deberes paternos: «Nunca me alentó a seguir sus pasos. Siempre me recordaba que debía estar agradecido con la vida porque tenía muchas cosas que él no tuvo a mi edad. Me decía que no probara la droga:‘‘Valiente es aquel que no la prueba’’», recuerda.

La situación familiar no mejoraba fuera de Colombia, así que los Escobar decidieron regresar. Y las cosas fueron a peor. En el tiempo en que el cabecilla del cártel de Medellín estuvo en el extranjero, el cártel de Cali se había convertido en su mayor competidor en el dominio el narcotráfico. Estalló la guerra entre ambos cárteles, que se sumó a la persecución gubernamental. A finales de los 80, Pablo Escobar vivía protegido por cerca de 40 guardaespaldas. Sus días estaban contados.

«Mi padre no habría sido ni la mitad del delincuente que fue de no ser por la corrupción y la complicidad estatal. Eso no le resta responsabilidades, pero sí deja claro que había una ideología a la que todos los sectores eran afines: la del dinero», sentencia.

Sebastián Marroquín siente la necesidad de condenar y luchar contra el narcotráfico tal vez más que nadie. «Alguien que como yo es hijo de la guerra contra las drogas no podría mostrarse indiferente ante un problema que es de todos». Cree que «Colombia hoy es un país mejor», pero que todavía queda mucho por hacer. «La violencia asociada al narcotráfico está garantizada por la prohibición, al igual que la corrupción global y la altísima rentabilidad del negocio», explica. «Lo único que han demostrado esas políticas en los últimos 40 años es su ineficacia absoluta, lo que invita a que se replanteen las formas de abordar el problema».

Pese a ello, Marroquín sentencia: «Pablo Escobar me educó con amor. Jamás me insultó, jamás me maltrató».

Fuente [Abc.es]

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