Historias de viaje: «Mientras tanto, en el Salón de la Justicia» (III), por @MarijoEscribe

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Todas las historias tienen, al menos, dos caras; dos versiones. Al final depende de quién cuente el relato o en torno a cuál personaje giren los hechos. Lo que estoy por contarles ahora fue lo que tuvo que pasar mi esposo Enrique cuando me buscaba por todo el aeropuerto internacional de Barajas, en Madrid, mientras estábamos a punto de perder la conexión hasta Heathrow (UK) en diciembre de 2013.

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Si ya leyeron el post anterior, es momento de retroceder el tiempo un par de horas. Así va la cosa: Cuando Enrique se cansó de esperar que yo pasara por el punto de Inmigración y finalmente se dio cuenta que me había esfumado, comenzó para él una historia paralela a la mía. Algo así como una “angustia simultánea”.

Luego de esperar unos diez minutos divagando en sus pensamientos y estudiando los elementos arquitectónicos a su alrededor, desde los impolutos vidrios de más de dos metros de alto y unos cincuenta de ancho que nos separaban, hasta los ascensores con sendos letreros de colores que indicaban claramente la ruta hacia la puerta H-6, por la que “debíamos” abordar el vuelo a Londres; Enrique se dio cuenta que yo no aparecía. Volteó la mirada varias veces hacia la taquilla de Inmigración donde me había visto por última vez pero, entre todas las personas que pasaban, no había ni rastros de mí.

 

Preocupado por mi súbita desaparición, y basándose en las noticias y comentarios que pueden leerse en foros de Internet y Redes Sociales; su imaginación comenzó a volar elucubrando diversos escenarios, desde aquel en que los españoles decidieron repatriarme porque “les caí mal”, hasta uno en el que me metían en “el cuartico” y era sometida a terribles interrogatorios con electricidad, bolsas con talco e intentos de quitarme las uñas con alicates.

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Sus temores se intensificaron al darse cuenta que era él (y no yo, como se suponía) quien tenía el bolso con todos los documentos que pudiesen probar mis lazos con Venezuela y demostrarían que no era una inmigrante potencial.

Lo primero que hizo fue dirigirse a dos guardias civiles apostados cerca de las taquillas de acceso, para explicarles que su esposa no había pasado. Ellos se limitaron a responderle, con tono despreocupado, “pues, hombre, ya aparecerá. No debe estar muy lejos, eh?”

Visto lo anterior, y dándose cuenta que los guardias podrían tener razón, tomó una decisión lógica. Intuyó que, posiblemente, mientras él divagaba analizando su entorno, yo pude haber pasado por su lado sin verlo; así que decidió tomar uno de los ascensores y ver a dónde lo llevaba, con la esperanza de encontrarme allí, esperándolo.

 

Resultó ser que el ascensor sólo tenía dos paradas: la superior (donde él se encontraba) y la inferior que daba a un andén en el que se debía tomar un tren para trasladarse a las puertas de embarque. Deduciendo (de forma correcta, debo decir) que yo no me habría montado en un tren sin él, se devolvió y una vez más insistió a los guardias civiles para ver si podían averiguar sobre mi paradero.

Al tercer o cuarto intento, cuando se dieron cuenta de su cara de “esto es algo serio, señores”, uno de ellos le invitó a esperar mientras investigaba que ocurría. Fue ahí, tras 20 o 25 minutos de espera y faltando nada para la hora de salida del avión, que se enteró que me habían enviado por otra puerta. Sí, esa misma, la casi inefable S-48.

Atinando a soltar un “gracias” que probablemente se esfumó en el viento y sin esperar que le dijeran “corra, corra, que lo va a dejar el avión” mientras veía que el ascensor estaba llegando al piso superior; Enrique, haciendo uso de las capacidades adquiridas tras casi cuatro décadas viviendo en Venezuela, se echó la “mamá de las coleadas” para meterse en el ascensor justo en el momento que sus puertas se abrían. Gracias a Dios ninguna de las 30 personas que estaban en la cola le reclamó por ese hecho, quizás porque nunca habían visto a alguien “colearse” de esa manera y les pareció algo divertido e inusitado.

Llegó nuevamente al andén y se dio cuenta que faltaban dos minutos para que llegara el tren. Analizó cuidadosamente el piso en la orilla de la plataforma para determinar qué partes del mismo tenían más huellas de polvo producto de zapatos y, de esa forma, predecir el lugar en el que se abrirían las puertas de los vagones. Así, se plantó firmemente a esperar su llegada, evidenciando altos niveles de adrenalina, estrés y ansiedad en su sistema nervioso.

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Tomó el tren y se montó, sin sentarse, al lado de la puerta. Vio un aviso en la parte superior que decía “Puerta H, 18 minutos”. Preguntó la hora local a una joven que estaba a su lado. “9:43 am”, le dijo. Acto seguido pensó: “Oh Dios, el vuelo sale a las 9:50”.

A bordo de ese vagón que lo llevaría a un sitio desconocido, en un viaje cuya duración máxima sería de 18 minutos (guiándose por el aviso), se percató que tenía la boca totalmente seca, con un desagradable sabor a cigarrillo viejo y sin posibilidades de conseguir agua o algo que beber hasta montarse en el avión (si es que se montaba).

Le preguntó a la misma muchacha cuánto duraba el trayecto del tren y, tras recibir la respuesta, encontró desahogo al comentarle que iba tarde, que no sabía dónde estaba su esposa, que la habían enviado por otro lado y que, por Dios, tenía la boca seca…. como siempre él consigue quien lo ayude, la muchacha muy gentilmente revolvió su cartera y le regaló un par de chicles.

Al salir del tren, tuvo que correr como desesperado a otro ascensor, luego por un largo pasillo, seguidamente atravesar dos tiendas para entrar a un gigantesco laberinto de parales y cintas, como las que usan en los bancos, para llegar a seguridad. Un muchacho moreno, muy educado y con su característico acento español, le pide el billete aéreo. Al verlo, levanta una ceja, levanta la otra, las baja, frunce el ceño, mira su reloj, mira un reloj que está en la pared, vuelve a mirar el boleto, alza el rostro, observa a Enrique y le dice: “Lo siento, no puedo dejarte pasar, el avión sale a las 9:50 y son las 9:51”.

Enrique, con una desesperación que le revolvía las entrañas pero sin perder la compostura, le preguntó qué podía hacer y él le sugirió que fuera a la taquilla de Iberia que estaba “allaaaaaaaaaaa, al final, a la derecha”. Unos 250 metros después, y con la lengua de corbata, Enrique llegó al front desk. No había nadie en cola. Lo recibió una señora de unos cincuenta y tantos años, rellenita, bajita, de melena amarilla y una sonrisa que se esfumó al ver por primera vez el ticket y alzar la mirada para decirle: “Este vuelo ya ha salido”.

[Para continuar leyendo el resto de esta crónica, te invitamos a visitar el blog donde fue publicado originalmente por su autora –> Marijo.es]

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