“El poder persiste mientras los hombre actúan en común; desaparece cuando se dispersan” Paul Ricoeur
Desde el momento de la elección del fallecido presidente Hugo Chávez en diciembre del año 1998 comenzó en el país un enorme proceso de turbulencia política promovido desde Miraflores con el objetivo de sustituir de raíz las élites surgidas en el periodo de la democracia representativa y sus instituciones. Chávez, empoderado por millones de venezolanos que se habían cansado de esperar su pedacito de petróleo, avanzaba cual panzer derrumbando todas las reglas y la moral de los antiguos gobernantes. En abril del 2002 hubo un punto de inflexión; el poder del comandante no era tan fuerte como él pensaba y las fuerzas democráticas y modernizadoras de la sociedad, en parte responsables de su llegada al poder, se resistieron, en alianza con los factores de poder tradicionales y las fuerzas económicas, para detener lo que a todas luces se asomaba como la implantación de un modelo totalitario – con elementos del fascismo alemán y del comunismo soviético. Por poco tiempo se logró desalojar del poder al funesto personaje, sin embargo, luego regresaría en parte por la “expropiación” que del movimiento de reacción a Chávez hicieron empresarios y una parte de la élite militar.
A partir de ese momento se conjugaron varios factores que acorralaron moral y políticamente a la alternativa democrática. Por un lado comenzó el boom petrolero más importante en la historia de la humanidad, lo que le permitió al gobierno implementar un conjunto de políticas sociales extraordinariamente mercadeadas bajo el nombre de misiones. Por otra parte, la oposición se enfrascó en un paro cívico insurreccional sin contar con la fuerza para hacer una insurrección. Paralelamente, el gobierno fue satanizando la protesta y culpando de agentes imperialistas, apátridas y conspiradores a quienes la promovieran. El gobierno, encabezado por el líder de un golpe de verdad y toda su camarilla, se apropiaba del discurso democrático y encasillaba a la oposición en un plano oscuro y pantanoso. La gran victoria política del gobierno en los últimos años ha sido precisamente enarbolar banderas morales y éticas como la inclusión, la libertad, el antiimperialismo, la superación del racismo entre otras, vendiendo al pueblo que en la acera del frente la oposición defiende los intereses del imperio y privilegios económicos, queriendo llegar al poder para implantar un gobierno de blancos y de apellidos con abolengo.
En síntesis, este que ha sido un gobierno tiránico, capaz de dejar morir de mengua a un conciudadano como Simonovis, carente de encuadramiento moral o valores de respeto y de defensa de los derechos humanos, se ha mercadeado como defensor de las causas nobles de la humanidad de unos desalmados amorales como usted y yo, que hemos cometido el delito de pensar distinto y que por ello somos merecedores del desprecio del poder y si pasamos la raya amarilla roja, podemos terminar condenados a “muerte en vida” como Simonovis o los demás presos políticos.
Mientras los dirigentes opositores y los ciudadanos “compremos” el discurso oficialista de que manifestarse en la calle es malo, estamos implícitamente aceptando que no tenemos “moral para defender nuestros derechos” y de plano estamos perdiendo el juego por abandono. Además el totalitarismo requiere para consolidarse de una masa ideologizada por la propaganda oficial activa para intimidar y legitimar los actos del poder y que el resto de la sociedad se inhiba por temor o por falta de cohesión y organización social. En la Venezuela de nuestros días todavía no podemos decir que estamos frente a una tiranía totalitaria acabada, pero una política que contribuya a invisibilizar el poder de los que piensan distinto sin duda ayudará a consolidar el modelo de Estado y sociedad que los Castro le vendieron a Nicolás y sus acólitos.
El gobierno limita el accionar de la oposición profundizando el síndrome de 2002, que convirtió una de las manifestaciones de masas más grandes en la historia de la humanidad en una novela de terror imperialista y nosotros tácitamente la convalidamos cuando aceptamos que salir a la calle es un acto de violencia. Los fenómenos sociales y políticos suelen tener una explicación compleja, pero la forma de enfrentar el totalitarismo siempre traerá consigo un nivel de riesgo personal elevado. Es impensable que en democracias sólidas se recurra a grupos paraestatales y a extranjeros para arremeter contra el pueblo y la defensa de sus derechos, pero como dice Nelsón Mandela, un luchador por la libertad debe asumir que en la lucha por obtenerla se corren serios riesgos.
Es inaceptable para nosotros aceptar la visión maniquea y falseada de la historia del PSUV sobre lo ocurrido en el 2002, así como la imposición de una historia oficial que coloca a los 40 años de democracia representativa como un sistema opresor e imperialista. Esas desviaciones deben ser combatidas día a día porque detrás de ellas subyace un acorralamiento moral que mina las bases sociales de nuestra lucha, colocándonos además como defensores de intereses de grupos o de clases en lugar de opositores a un modelo inhumano, tiránico y atrasado, que hará que mis hijos crezcan en la barbarie y la violencia. Los motores de nuestra lucha deben recoger en todo momento la construcción de un mejor país y ese país al que aspiramos debe reflejarse en el discurso, en toda la organización política, institucional y social que la alternativa democrática va construyendo día a día.
Carlos Valero
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