De algún modo no parece casualidad que Estados Unidos sea la principal fuente de teorías de la conspiración e hipótesis que tienen todas como rasgo común la idea de un poder superior que manipula la realidad colectiva para hacer cumplir su voluntad sin que nadie, a excepción de unos cuantos “paranoicos”, lo note ni lo impida: en una sociedad con tan alto grado de industrialización y sofisticación de la vida cotidiana, la simulación parece una consecuencia previsible. Fue justamente a partir de un viaje a la Unión Americana que Jean Baudrillard, uno de los filósofos más lúcidos de las últimas décadas, consolidó sus ideas sobre la presencia del simulacro en los mecanismos sociales por los cuales se construye la [hiper]realidad.
“La corporatización de una sociedad requiere de una población que acepte el control de la autoridad, por eso cuando los psicólogos y los psiquiatras comenzaron a proveer técnicas que pudieran controlar a la población, la corporatocracia abrazó a los profesionales de la salud mental”, escribe Bruce E. Levine al inicio de un artículo publicado en el sitio Alternet en el que se pregunta por qué los estadounidenses son tan fáciles de manipular y controlar.
Levine traza la historia de los profesionales de la mente que, comenzando con el famoso padre del conductismo B.F. Skinner, centraron su labor en descifrar los supuestos mecanismos por los cuales el control masivo de la población sería no una fantasía totalitaria sino una realidad asequible, sin importar que estos “descubrimientos” atentaran contra la ética de su profesión e incluso contra circunstancias mucho más trascendentes como la democracia misma. Justificados en la felicidad y la igualdad —como ya lo imaginaran los utopistas del Renacimiento— los psicólogos de mediados del siglo XX buscaban la normalización de todos los individuos, la homogeneización de una sociedad entera, como antecedente necesario e irrenunciable para suprimir la posibilidad de alteración y conflicto.
Desde la perspectiva del conductismo y su concepto del condicionamiento operante —una variación del “clásico” acuñado por Ivan Pavlov en el que un estímulo produce siempre una misma respuesta— la dinámica individual, y por ende la social, solo obedece al refuerzo positivo o al negativo, a las recompensas o los castigos, al dinero o los electroshocks, en el salón de clases o el lugar de trabajo, la sala familiar o la vía pública.
Imprevisiblemente, en las últimas décadas del siglo XX el conductismo encontró una enorme resonancia con otro de los modos de ser y estar en el mundo más característicos de esta época: el consumismo. Expresión neta, íntima, del capitalismo, la compulsión a consumir, tan necesaria para el sistema, se consolidó gracias a algunas de las premisas más elementales de la corriente psicológica fundada por Skinner, extendiéndose a ámbitos más allá de lo meramente económico. “El comprador, el estudiante, el trabajador y el votante son todos para el consumismo y el conductismo la misma cosa: objetos condicionables, pasivos”, escribe Levine, identificando esa relación de igualdad entre personas y objetos que al final terminan, ambos, convertidos en mercancías disponibles para su compra-venta.
Individuos controlados, mansos, cumplen fácilmente propósitos planteados de antemano. La pregunta, claro, es quién fija estos propósitos. Y, en una sociedad como la nuestra, la respuesta es sencilla: quien pueda pagar por los servicios de los científicos que prometen dicho control social.
Alfie Kohn, por ejemplo, escritor que se ha enfocado en temas como la paternidad, la educación y el comportamiento humano, ha documentado cómo la modificación del comportamiento es mucho más factible en personas dependientes, sin poder, infantilizadas, aburridas e institucionalizadas —de ahí que sean justamente estas características la que las autoridades buscan diseminar entre la población. Igualmente, según las investigaciones de Morton Deutsch, el condicionamiento se facilita en personas a quienes les desagrada lo que están haciendo. Por último, la probabilidad de enfrentar un desafío está en función de la dificultad de este y la magnitud de la recompensa que se obtendrá el completarlo (se trata de las calificaciones en la escuela o el salario en el trabajo).
Sin embargo, la naturaleza de la democracia, su dinamismo intrínseco, se confronta directamente con el conductismo. La existencia de muchas opciones, la capacidad de elección, los incentivos para que sea el propio individuo y su comunidad quienes transformen su realidad inmediata, son circunstancias que contradicen la búsqueda del control y la manipulación masivos por parte de una élite que necesita de estos para generar sus ganancias y conseguir sus fines particulares.
Por desgracia, esta no es una realidad que pertenezca a una época pasada o un país que no sea el nuestro. Se trata de un sistema económico y cultural, amplio, que trasciende fronteras y mientras se revele exitoso —apariencia de éxito debido a la falta de modelos alternativos— persistirá en el tiempo y será exportado a toda sociedad que funciones bajo la lógica capitalista