Investigadores australianos exploran la historia evolutiva de los mamíferos, mostrando que el tiempo de la naturaleza no es, ni remotamente, adecuado para lo que el ser humano es capaz de registrar.
A veces hay quienes dudan de la evolución arguyendo que en los últimos años no se ha descubierto ningún cambio significativo en alguna de las muchas especies que pueblan el planeta (el ser humano incluido): ni hemos perdido el dedo meñique del pie ni, por decir algo, ha variado el largo del cuello de las jirafas ni ningún indicio, dicen, de que las fuerzas naturales expresadas en la evolución estén actuando como dijo Darwin que actuaron desde el inicio de la vida en este mundo.
Y sin embargo sucede. Solo que los ritmos de la naturaleza no son, ni remotamente, los que el ser humano está en posibilidades de registrar.
En un estudio publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, investigadores de la Universidad Monash sugieren que los cambios en la talla de una especie toman cientos de miles de generaciones para alcanzar su extremo: dicho con precisión, se necesitan 100,000 generaciones para que una especie de gran tamaño se reduzca o desarrolle alguna anomalía afín como el enanismo.
En el caso específico de la transformación del ratón en elefante, los científicos echaron un vistazo a la historia evolutiva de los mamíferos —paquidermos, primates, cetáceos, roedores, etc.— que abarca algo así como 70 millones de años, rastreando los cambios de tallas de generación en generación para hacer los resultados comparables entre sí. Y, como dato interesante, encontraron que el crecimiento entre los animales que habitaron en el agua fue mucho más rápido.
“Es más fácil ser grande en el agua”, dice Erich Fitzgerald, uno de los investigadores. “[En el agua] necesitas menos alimento y puedes reproducirte más rápido, lo que es una ventaja”, explicó por su parte Alistair Evans, colega de Fitzgerald.